Home

Cultura

Artículo

Algunos de los asistentes habituales a las tertulias de la Cueva: Gabriel García Márquez, Pepe Dominguín, Alejandro Obregón y Álvaro Cepeda Samudio (abajo) en 1971

GABO

En La Cueva

El mito del Grupo de Barranquilla ha a acompañado a sus integrantes desde los 60. Pero ellos siempre negaron su existencia.

Armando Benedetti Jimeno*
3 de marzo de 2007

El primer capítulo del libro de Heriberto Fiorillo** se titula "Un grupo al que no le gustaban los grupos". Y es verdad, no le gustaban. Tal vez por eso se cuidaron muy escrupulosamente de que no existiera uno.

Pero con el Grupo de Barranquilla pasa lo mismo que con los dioses: no se necesita que existan porque la gente los inventa. Con la sola excepción de Próspero Morales, un cachaco que se agregaba con frecuencia a las parrandas de La Cueva y quien presumió alguna vez de haber expedido la partida de bautismo del "grupo", todo el mundo está de acuerdo en que nunca existió.

Cepeda, por ejemplo, creía que formar un grupo era aproximarse demasiado al riesgo de que todos se convirtieran en "bobales", el ominoso epíteto que le atribuyó a una clase dirigente local sin más atributos que su buena voluntad. ¡Qué tiempos aquellos!

Tuve el privilegio de ser amigo cercano de Germán Vargas. Me consta directamente que creía que eso del Grupo Barranquilla era un embeleco de cuya invención sus integrantes eran inocentes.

Fiorillo mismo se encarga, sin proponérselo, de inventariar las pruebas de la inexistencia. "El grupo no existió - como dijo alguna vez Jacques Gilard- pero fue importante". Y más adelante el testimonio de Meira del Mar: "Ellos mismos decían que no habían sido un grupo literario".

La Cueva prevalece sobre loncherías y librerías como domicilio habitual de la reunión de Cepeda, García Márquez, Germán Vargas, Fuenmayor y otros, precisamente porque se adecua mejor a la inexistencia del grupo. Reunirse en una librería habría desnudado un propósito intelectual capaz de convertirlos en eso. En grupo, digo. El que se pudiera beber ron, alternar con cazadores y toda suerte de parroquianos sin pretensiones y mantener un clima de festiva bohemia los blindaba del peligro de convertirse en aquello que detestaban.

La Cueva tenía, tiene, el nombre preciso. Los lugares así reclaman evocar, con sólo nombrarlos, el escondedero y la caleta que nunca logran ser. Pertenece, además, a tiempos más recientes, lo que facilitó promoverla como el albergue de una pandilla itinerante y ubicua. Morales, por ejemplo, se guardó el secreto de la existencia del "grupo" hasta cuando ya estaba instalado en La Cueva. Finalmente estaba mucho mejor ubicada (en la frontera de los emblemáticos barrios de Boston y Recreo) que el Café Roma, al menos en los tiempos de su apogeo. Y mejor ubicada que las casas de putas frente al cementerio y los bares colindantes, desde donde practicaban el voyeurismo de oreja del que García Márquez da cuenta en sus memorias.

Ahora La Cueva está en las mejores manos: las de Heriberto Fiorillo, su panegirista más enfático. El otro día el 'Pato' Abello y yo intentamos ir a almorzar allí. Al recibirnos, alguien nos preguntó si teníamos reserva. Cruzamos miradas con el 'Pato' y huimos instintivamente. La Cueva no tiene la culpa: simplemente no pudimos evitar recordar a 'Perrosunglo', el muchacho aquel que limpiaba las mesas y cuidaba los carros y a quien jamás se le hubiese ocurrido preguntar semejante vaina. Hay cosas que es mejor recordarlas como fueron, sin asomo de parodias.

* Intelectual barranquillero. Ex ministro de Comunicaciones. Columnista de los periódicos El Tiempo y El Heraldo

** La Cueva, crónica del grupo de Barranquilla. Planeta