Home

Cultura

Artículo

Un descubrimiento sorprendente

Ernest Hemingway, agente secreto

¿Hemingway buscando submarinos alemanes en el mar Caribe? ¿Hemingway dirigiendo una red de espías en Cuba financiada por el FBI? Insólito pero cierto. El periodista de investigación Peter Moreira hizo el descubrimiento: el mítico escritor norteamericano fue espía durante la Segunda Guerra Mundial.

Peter Moreira
25 de abril de 2006

Había dejado mi puesto como periodista en Ottawa y terminé en Hong Kong en calidad de corresponsal económico. Tan pronto como sentí el agitado hormigueo de la ciudad, se me antojó escribir un libro sobre el lugar a pesar de que sabía muy bien que sobre Hong Kong se había escrito hasta la saciedad y por tanto que, para hacerlo, necesitaba una perspectiva original. Pero, para mi fortuna, albergaba una secreta obsesión… Bueno, ni tan secreta: yo era fanático de Hemingway. Había leído todos sus libros y biografías. Conocía tan bien su anecdotario que, de tanto repetirlo, arruiné un sinnúmero de cenas. Pero descubrí que había un rincón en el culto a la vida de “Papa Hemingway” al que sus biógrafos habían prestado escasa atención.

Hemingway, el otrora reportero del Toronto Daily Star que revolucionó la lengua inglesa, en 1941 pasó tres meses viajando por Hong Kong, China y Birmania acompañado de su tercera esposa, la corresponsal de guerra Martha Gellhorn. El propio Hemingway publicó muy pocas cosas sobre ese viaje y, en lo que concierne a sus mejores biógrafos, Carlos Baker y Jeffrey Meyers, ambos despachan el viaje en más o menos cinco o seis páginas cada uno.

Gellhorn, por su parte, mucho más tarde, le dedicó al viaje 44 páginas en sus memorias, publicadas en 1978: un relato exquisito, cierto, pero uno del que a duras penas se puede decir que cubre de manera exhaustiva ese periplo. Por alguna razón yo sospechaba que debía de haber más cosas: cartas, entrevistas, fragmentos de textos sin publicar, gente que recordaría a la pareja y en todo ello, material para una gran crónica sobre dos aventureros con inclinaciones literarias errando por el Asia. Y bien, felizmente, estaba a la vez en lo cierto y equivocado.

En efecto, allí había una maravillosa crónica por contar, pero no se trataba de una crónica literaria sino de una historia de espionaje y de las frustraciones de un par de periodistas que querían cubrir una guerra a como diera lugar.

Lo único que yo sabía a ciencia cierta cuando acometí el proyecto era que Gellhorn, una de las grandes corresponsales de guerra del siglo xx, había emprendido el viaje para cubrir la guerra sino-japonesa (1937-1945) para Collier’s y que Hemingway, a falta de nada mejor que hacer, aceptó redactar y enviar informes a un periódico liberal de Nueva York llamado pm. Así, los dos pasarían entonces cerca de cinco semanas en Hong Kong, durante las cuales, en principio, mientras Hemingway bebía, Gellhorn trabajaba.

En fin, volaron a China, recorrieron bajo la lluvia el frente sur de la guerra, un poco al norte de Hong Kong, y luego se dirigieron a la capital china (por entonces nacionalista) de Chungking. Allí se encontraron clandestinamente con el segundo a bordo del partido comunista, Cheu Enlai, y cenaron públicamente con el dictador nacionalista Chang Kai-Shek, este último acompañado de su glamorosa esposa. Gellhorn más tarde recordaría en sus Travels cómo, en aquella ocasión, discutió con Madame Chang (a quien decía despreciar enormemente) sobre el trato que se le daba a los leprosos en la China.

Por último, Hemingway y Gellhorn volaron a Birmania, desde donde el novelista regresó a Estados Unidos mientras Gellhorn continuaba su viaje camino a Singapur y las Indias neerlandesas (hoy Indonesia). La pareja se reencontró más tarde en la casa de Hemingway en Cuba.
En Hong Kong, en 1941, había cerca de media docena de periódicos en circulación y varios de ellos dieron cuenta de la visita de Heming-
way. Dos incluso publicaron un par de entrevistas muy completas con el escritor. Pero hacerme a otros documentos o, por lo menos, a versiones de testigos no resultó tarea fácil.

Sin embargo, los archivos de Carlos Baker, en la biblioteca de la Universidad de Princeton, sí contenían unos documentos muy intrigantes, incluyendo uno que, de la manera más sorprendente, jamás había sido publicado. Se trata de una carta de seis páginas, mecanografiadas a espacio sencillo y dirigida al Secretario del Tesoro de Estados Unidos, el señor Henry Morgenthau, que Heming-
way redactó el 30 de julio de 1941, en la que pormenoriza el conflicto entre nacionalistas y comunistas en la China. En la carta Hemingway le señala a Morgenthau que un tal “Mr. White” le había encarecido indagar ese conflicto antes de emprender su viaje a Oriente.

La carta resultaba enigmática, entre otras cosas, porque el nombre de Morgenthau jamás había sido mencionado en ninguna de las biografías sobre Hemingway y además porque me preguntaba quién había sido el tal Mr. White y cómo y por qué se había puesto en contacto con el novelista.

A medida que progresaba en mi investigación me enteré de que Morgenthau bien puede ser uno de los más subvalorados héroes de su tiempo. Pertenecía a una de aquellas familias de patricios granjeros del valle del río Hudson y fue invitado a hacer parte del gabinete presidencial, nada más y nada menos que por su amigo y vecino Franklin D. Roosevelt, donde pronto se hizo cargo del Ministerio del Tesoro. Allí, para empezar, fraguó la financiación del New Deal de Roosevelt y luego la de la Segunda Guerra Mundial. Su mandato culminó en el congreso de Bretton Woods con la creación del Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y el establecimiento de un nuevo orden económico mundial.

Los documentos de Morgenthau en la Biblioteca Roosevelt revelaron que Mr. White era Harry Dexter White, el sesudo viceministro de Morgenthau en el Tesoro. Durante las fechas que aquí conciernen, Morgenthau y White negociaban préstamos, compraban plata en metal e ingeniaban otras formas de ayuda para respaldar el gobierno de China nacionalista ante el embate de los japoneses. Sin embargo, Morgenthau tenía una desastrosa relación con el Secretario de Estado, Cordell Hull, y, por tanto, muy limitado acceso a la inteligencia oficial que existía sobre el régimen chino. Así las cosas, necesitó de su propio espía.

En lo que a Gellhorn concierne, la mujer era amiga cercana de los Roosevelt y, Morgenthau, de alguna manera, debió de enterarse de que la pareja de famosos escritores pensaba viajar a China, así que le pidió a White que llamara a Hemingway y se informara mejor.
Sea como fuere, el hecho es que en su carta del 30 de julio Heming-
way les advierte a Morgenthau y a White que era imposible exagerar la animadversión palpable entre chinos nacionalistas y comunistas y que incluso Chang Kai-Shek consideraba a los comunistas peor enemigo de la China que los ocupadores japoneses.

Agregaba el novelista que la guerra civil era inevitable a menos que a los comunistas se les entregara su propio territorio, provisto de una frontera clara y distinta, que se pudiera defender militarmente, y que Estados Unidos garantizara que ni una pizca de la ayuda en dinero o en pertrechos que le estaban prestando a los nacionalistas se utilizaría para combatir a los comunistas.

Luego, durante una declaración que hiciera de viva voz ante White, Hemingway sugirió además que, de estallar una guerra contra los japoneses, los aliados debían considerar la posibilidad de lanzar una ofensiva desde Hong Kong, rumbo al norte, con el propósito de liberar a Cantón y así abrir una ruta de comunicaciones con Chungking.
En el Asia, sin embargo, a Heming-way lo picó el gusano del espionaje y la fiebre no se le quitó sino hasta bien entrada la Segunda Guerra.
 
De vuelta a Cuba, dirigió una red de espías financiada por el fbi para seguirles los pasos a posibles quintacolumnistas españoles en La Habana. Gellhorn apodó la operación “Fábrica de sinvergüenzas”. No mucho tiempo después, a Hemingway le dio por atiborrar su yate de pesca con compinches de trago armados de pistolas y fusiles y hasta de una bomba, para surcar el Mar Caribe en busca de submarinos alemanes. Poco más tarde, en Francia, dirigió un pequeño grupo de partisanos que se movilizaban hacia el occidente acompañando en tándem a las tropas aliadas camino a Berlín.

¿Y de Gellhorn qué? Bueno, pues la mujer inició su viaje al Asia con vigoroso entusiasmo y pronto empezó a enviar sus maravillosos despachos a Collier’s sobre Hong Kong y los pilotos bucaneros de la China National Aviation Corp. que desafiaban a la vez el mal tiempo y los aviones caza japoneses para mantener contacto aéreo con Chungking.

Sin embargo, en su intento por alcanzar el frente sur del ejército chino, Gellhorn padeció los mismísimos infiernos. Ella y Hemingway se vieron obligados a caminar lenta y penosamente durante cinco días bajo la lluvia con unos intérpretes que apenas si hablaban inglés. Cuando los dos, aburridos, confundidos y descorazonados, por fin llegaron al frente, se encontraron con que no había batalla. Habían alcanzado un frente inactivo. Así, Gell-horn no podría cubrir la historia por la que había cruzado el océano.

Y como si eso fuera poco, Gellhorn contrajo disentería, una inflamación del intestino grueso que produce fuertes dolores de estómago y diarrea. Para cuando llegó a Chung-king, la mujer era una ruina mental y física.

Gellhorn repitió con frecuencia en Travels que ni ella ni Hemingway en realidad entendían muy bien qué era lo que ocurría en China, y en esto no le hace justicia a su ex marido. (Ahora, si se piensa en cómo la trató Hemingway durante su divorcio, nadie podría culparla.)
Pero la verdad es que los artículos de Hemingway, pesados en análisis y ligeros de colorido, junto con su carta de seis páginas dirigida a Morgenthau, lo que revelan es una rapidísima y certera lectura de la situación en Asia antes del bombardeo de Pearl Harbor. Hemingway apenas si pasó por todo once semanas en Hong Kong, China y Birmania (y la mayor parte del tiempo borracho, si vamos a ello), pero igual fue capaz de estructurar un análisis muy convincente de las fuerzas políticas, económicas y militares que estaban en juego en el escenario asiático.

Su amigo, el diplomático Addison Southard, aseveró que los informes privados y públicos de Hemingway desde Asia sin duda alguna fueron de gran ayuda para el gobierno de Estados Unidos pero que bien pudieron haber ayudado a otro gobierno.

Esto último porque, Hemingway, al colaborar con Harry Dexter White, inadvertidamente estaba pasándole todo su trabajo de inteligencia confidencial a un espía ruso. En 1948, dos antiguos miembros del partido comunista norteamericano declararon que White les había suministrado documentos gubernamentales para que ellos a su vez se los pasaran a agentes soviéticos en Nueva York. De manera inmediata, White hizo una vigorosa defensa de su buen nombre ante el Comité de Actividades Antiamericanas para morir tres días después de un ataque al corazón.
 
A pesar de que tanto Demócratas como Republicanos debatieron durante años la culpabilidad o inocencia de White, unas interceptaciones gubernamentales que se hicieron públicas una vez terminada la Guerra Fría corroboran que White hacía parte de una red de inteligencia prosoviética establecida en Washington durante la Segunda Guerra Mundial.

Así las cosas, sin saberlo, quizá la inteligencia que con tanto “esmero” recogiera Hemingway en Asia, bien pudo haber terminado en el Kremlin.