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Tim Keppel.
Tim Keppel. | Foto: CORTESÍA EDITORIAL ALFAGUARA

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Fragmento del libro ‘Legado’, de Tim Keppel

SEMANA reproduce el primer capítulo, La peluquera del barrio, de esta obra editada por Alfaguara.

19 de abril de 2022

Una tarde calurosa en plena sequía, llamo a Marcela, mi peluquera por veinte años, a ver si me puede atender. Duda por un momento, pero luego accede.

Cuando llego, el salón está cerrado y las cortinas corridas. Desde el carro vuelvo a llamar: no contesta. Finalmente, se entreabre la puerta. Adentro, las sillas de estilista son siluetas oscuras. El radio, que siempre estalla con salsa y comerciales, está en silencio. No hay ni un cliente ni una manicurista. En el rincón hay una pila de cajas abultadas.

«Me voy», dice Marcela, su cara indefinida en la penumbra.

«¿Vas a cerrar el negocio?». «Me voy a vivir con unos familiares en Texas.

Ya no aguanto más».

Me acomodo en la silla de siempre. En las paredes solo está el retrato de Marcela de joven. Me recuerda a Sonia Braga en Gabriela.

Ya no se ve así.

«Si me quedo un día más, me voy a morir».

Dejé el barrio el año pasado, cuando mi matrimonio se vino abajo y mi hija tenía apenas seis años. Vuelvo cada mes a que Marcela me corte el pelo. No tengo fe en nadie más. Debe haber otras, pero ¿para qué arriesgarse? No es que mi pelo sea gran cosa. De hecho, me queda poco. Aunque de eso se trata: un leve error y no queda nada.

Pero es más que el pelo.

«Lamento escuchar eso», le digo.

«Todo va de mal en peor». Echa un vistazo a la ventana.

Hace veinte años, cuando entré por casualidad a este lugar, Marcela me saludó efusivamente. Me envolvió en una capa y la ató con fuerza. Embriagado por la fragancia de talcos y champú, el zumbido de los secadores y la melodía de las voces, me sentí como un intruso en un resguardado dominio femenino. Atraído hacia la guarida de Circe.

Marcela me recibió como dignatario extranjero. Mientras sus dedos me masajeaban el cráneo y sus senos me rozaban los hombros, me colmaba con halagos: «¡Qué caballero! ¡Qué señor tan interesante!», y con preguntas: «¿Acaba de llegar de Estados Unidos? ¿Vive solo?». Las manicuristas, jóvenes y frescas y ligeras de ropa, estaban cautivas por mis palabras como deslumbradas fans. Presentí que mi nombre quedaría en sus labios.

Pero la impresión que les di de que vivía solo no era del todo precisa. Una estudiante de Derecho que conocí en una fiesta se estaba quedando conmigo. Las cosas avanzaron y nos mudamos a una casa cercana.

Marcela quería que le contara más. Dijo que las manicuristas nos vieron en la calle. Quería saber cómo era Cristina y cómo usaba el pelo.

«Dile que pase por un corte de cortesía».

«Claro», le dije. Pero nunca lo hice.

Cuando no indagaba en mi vida personal, Marcela rememoraba su juventud en Bogotá. Su voz se hinchaba al hablar maravillas de la capital —la rumba, los admiradores, su carrera de modelaje—, todo genial hasta que se enredó con un caleño y terminó varada aquí.

Se refería a la figura espectral que a veces se paseaba por el salón. Tenía una maraña de pelo crespo y una apuesta cara juvenil. No creo que nos hayan presentado. Solíamos mirarnos con un obstinado desinterés, mientras que yo recibía las atenciones de su esposa.

Me preguntaba cómo trataba a los otros clientes hombres, pero nunca vi ninguno. ¿Sería por una orden del esposo? Y de ser así, ¿por qué me habían eximido?, ¿por mostrar benevolencia hacia un gringo desplazado?, ¿o era una señal de prestigio que podría ayudar el negocio? O, tal vez, el esposo no fue consultado, lo que me convertiría en fuente de conflicto.

Cuando Marcela me preguntaba por Cristina, le hablaba de nuestro jardín o de los viajes a la costa, y dejaba la impresión de que todo estaba bien. Las manicuristas mascachicles, mirando la tele, fingían no prestar atención. Marcela las contrataba a través de un aviso en el tabloide Q’hubo y les pagaba por comisión. No tardaron en descubrir que el dinero se quedaba corto, y eran reemplazadas por la próxima en la lista. Marcela les tenía mucha desconfianza y las vigilaba asiduamente. A veces las veía atrás por los enjuagues, hablando en voz baja con el esposo.

Con el tiempo, aprendía más sobre el fantasma, cuyo nombre Marcela nunca mencionó. Por lo que se veía, no trabajaba. Tenía la costumbre de pedirle dinero y llegar amanecido y sin un peso. Además de administrar el salón, Marcela mantenía la casa y se encargaba de sus dos hijos jóvenes. Ahorró para comprar el edificio que alquilaba, pero cuando el esposo pidió que le ayudara a montar un taller de carros, le dio lo que había reunido. Y el hombre no demoró en perderlo todo. Poco después, robaron el local, y ella sospechaba de una manicurista.

Me susurraba todo esto confidencialmente, mientras respiraba en mi nuca y me rozaba con los senos. Sentí el deber de corresponder. Fue entonces cuando mencioné los problemas con mi esposa.

«¿Cuáles problemas?».

Le expliqué que Cristina me había engañado, siempre «postergando» el embarazo. Marcela escuchaba con las tijeras detenidas, sus ansias de detalle tan sutiles como su lápiz labial.

«¡Nueve años esperando!», le dije, y mi frustración se había convertido en desesperación. Rozando los cincuenta, temía que nunca sería padre. Llegué a sentir envidia de la gente con hijos. Al ver a un padre con su hijo, apartaba los ojos. Y escuchar a una niña gritando «papá», me partía el corazón.

Legado de Tim Keppel.
Legado de Tim Keppel. | Foto: CORTESÍA EDITORIAL ALFAGUARA

«¿Por qué no admitió que no quería hijos?».

«Exacto», acordó Marcela.

«Le dije que ya no aguanto más».

Marcela se veía conmocionada. Qué lástima, me dijo. Un señor tan amable y respetable como usted, que seguro sería un excelente padre, privado del regalo más bello en la vida.

Luego me contó que espiaba a su esposo. Lo siguió a una discoteca y lo pilló con una manicurista. La misma a quien culpaba del robo. Se le fue encima a la malparida —con sus tatuajes y piercings y demasiado joven— y la azotó contra la pista de baile. Las otras parejas se apartaban gritando. El reguetón retumbaba. Las mujeres seguían agarradas cuando llegó la patrulla.

Se le ensancharon las fosas nasales al contarlo.

Siempre sospechaba que Marcela era capaz de hacer algo así. Y tal vez algo más atroz.

Vuelve a mirar a la ventana.

«Y ahora, ¿puede creerlo?, no quiere que me vaya». Su voz destila sarcasmo. «No quiere matar a la gallina de los huevos de oro».

A punta de tijera, me retuerzo en la silla. Por los bordes de las cortinas penetran hilos de sol. Un ventilador tambaleante recicla el aire estancado.

Contemplo el espejo que me conoce tan bien. Ninguno revela más que el de la peluquería. Al espejo de una tienda lo miras de paso. Al del baño lo aprendiste a engañar. Pero el espejo de Marcela delata tu alma. ¿Será la calidad del cristal? ¿Tendrá mayor resolución? No hay defecto que pase desapercibido. Todos los estragos de los años. Desconcertado, desvías la mirada. Pero al volver a mirar, es aún más despiadado.

Cada mes por veinte años has enfrentado este juicio. No puedes cerrar los ojos porque sería descortés. Así que solo te queda mirar a Marcela —a la diva del retrato y a la demacrada peluquera con sus dedos en tu pelo—.

Pero ¿quién eres tú para llamarla demacrada? Mírate bien al espejo.

«¿Nada del bebé?», preguntaba Marcela.

«No», le decía con amargura. «No me quiere decir las fechas de sus ciclos. Tal vez al escondido toma anticonceptivos».

«Exactamente», opinaba Marcela.

Después de una campaña larga y extenuante, convencí a Cristina de que consultara con un médico. Pero el día de la cita, llamó a decir que no había ido.

«¿Dónde estás?», le pregunté.

«Donde mi hermana».

«Entonces quédate allá», le dije.

«¡No puede ser!», exclamó Marcela.

Nuestros ojos se encontraron en el espejo. «Lleva tres semanas ahí».

La siguiente cita, ajustó mi silla y me dijo que quería presentarme a alguien. Sin poder negarme, vi a una mujer bajando las escaleras. Su hermana había llegado de Bogotá para lamerse las heridas después de un divorcio rencoroso. Aunque se notaba el parentesco, no se parecían en nada. Detectó de inmediato mi falta de entusiasmo, y sufrí durante todo el corte intentando resarcirme.

Cuando volví a ver a Marcela, le di las asombrosas noticias: Cristina estaba embarazada.

Marcela se puso rígida y le costó hablar. «¿Qué vas a hacer?».

¿Qué más podía hacer? La dejé regresar, y soporté su tormentoso embarazo. Se la pasaba nauseabunda, irritable y exigente, mientras yo vivía con el temor de que perdiera el bebé. Durante esos meses, Marcela estuvo atenta. Calmaba mis miedos y sugería toda clase de remedios caseros.

Cuando nació Olivia, mi alegría fue trascendental. Por fin era padre. Pronto la estaba paseando por el barrio, donde ahora, con su presencia, me sentía más en casa. Empujaba su coche por las casas modestas que flanqueaban las calles tranquilas y cubiertas de hojas. El vigilante, don Gonzalo, hacía sus rondas cantando: «Me dejaste / con la puerta abierta. / Me dejaste / con la puerta abierta». Para impresionar a Olivia, blandía su bolillo y recreaba sus altercados con bandidos.

Mi celebración favorita era el día de las velitas, cuando un mar de llamas hacía la noche serena. «¡Qué bonito!», decía al pasar por los jardines. Creo que los vecinos me veían amable pero distante, aunque parecían entender porque habían tenido sus roces con Cristina.

Una de esas noches, mientras paseaba a Olivia en su coche, tuve el impulso de arrimar al salón. Mi corazón se aceleró al pensar en el riesgo, pero calculé que Olivia no me delataría. Aunque dudaba de que Cristina se pusiera celosa, le encantaría encontrar otra razón para considerarme un incompetente. Marcela estaba sentada en frente con sus hijos, iluminados por un sinnúmero de llamas radiantes. Llenó a Olivia con atenciones y bañó de elogios a su padre. Luego le dio un bombón de cereza y le pidió que la visitara.

Varias veces la llevé conmigo. Se paraba a mi lado para observar de cerca e interrogaba a Marcela sobre qué estaba pasando. Luego le aceptaba el bombón.

A menudo llegaba después de discutir con Cristina, con quien había dejado de compartir el lecho nupcial. En esos momentos agradecía la alegre cháchara de Marcela y el consuelo de sus manos comprensivas.

Pero había algo más, algo más visceral. Una frescura en la voz, una picardía en el porte, y ese curioso roce de sus senos. Se explayaba en historias de aventuras juveniles, aludiendo a incidentes subidos de tono. Mi mirada pasaba del retrato idílico a la peluquera cuarentona en que se había convertido. Aunque ya no era la diva, seguía fornida y, al parecer, dispuesta. A veces sentía, debajo de mi capa, un innegable revuelo.

En esos momentos olvidaba sus aspectos lamentables: su impetuosidad y crudeza, y su indiferencia hacia la paciencia de sus oyentes. Además, su creencia en adivinas y brujerías.

Pero compensaba esas fallas con su férrea devoción.

«Le cuento a todo el mundo de mi distinguido cliente, y les muestro la revista que usted me firmó».