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Fragmentos de infancia y de locura

Un emigrante colombiano narra en forma bella y descarnada su progresivo deterioro físico y mental.

Luis Fernando Afanador
28 de noviembre de 2004

Antonio Ungar
Zanahorias voladoras
Alfaguara, 2004
163 páginas

Narrar la locura es un reto formal enorme para un escritor, por no decir que imposible. Henry James -como oportunamente nos informa Laura Restrepo al comienzo de Delirio, obra que tiene a una loca de protagonista- recomendaba no usar nunca a un loco como personaje central porque el loco, "al no ser moralmente responsable", no permite que exista una verdadera historia que contar.

No obstante, los buenos escritores se caracterizan, entre otras cosas, por la magnitud de los retos que asumen. Y la osadía de Ungar en Zanahorias voladoras, su primera novela -además-, resulta temeraria: no sólo toma a un loco como protagonista sino que éste es casi el único personaje de la novela, con su primera persona dominante y sus monólogos. El objetivo no era nada fácil y la novela, desafortunadamente, se malogra. Pero tiene -y no lo digo como pobre consuelo- muchos méritos y muy buenos momentos: se trata de un honroso fracaso. El arte no se parece al juego de la ruleta en el que todo se gana o todo se pierde en una sola apuesta. Es un asunto un poco más complicado y sutil. Por eso, sin ser contradictorio, puede decirse que Zanahorias voladoras es una obra para tener en cuenta.

El primer capítulo es extraordinario. Bajo la luz del mediodía en una casa de campo, un niño de 5 años -el protagonista de la obra- observa cómo su pequeña hermana, con el cuerpo untado de miel, es atacada por un enjambre de abejas. Imagen fulgurante que, acompañada de un lenguaje de gran intensidad y precisión da inicio a un episodio que cuenta la muerte del padre, que es también el fin de la infancia: "Veo cómo se hace pedazos. Oigo a mi hermana que llora. Miro a los pedazos en el suelo, sé que sigue siendo el final de todo lo conocido". La orfandad y el desamparo total de estos niños -a pesar de la madre amorosa- es profundamente conmovedor.

El lector se engancha con la novela. En el siguiente capítulo aparece el protagonista, ya mayor, viviendo en Barcelona. Y de entrada, nos anuncia que nos va a relatar su autodestrucción y su hundimiento en la locura. Será como una muerte lenta, a través del alcohol, las drogas, el desprecio de sí mismo y la agresión a las mujeres que se le acercan a ofrecerle su ternura. "Quería morirse sin saber por qué y no tenía el valor de pegarse un tiro ni el valor de volver a su país para, siguiendo la tradición local, matarse de furia y de desespero entre los suyos, llevándose antes dos o tres cuerpos más por delante".

En ese proceso imparable hacia la caída final habrá algunas escalas. Las mujeres, por supuesto: primero es Sara, una alemana rubia y mansa que practica el yoga; Carmen, una sensual morena dominicana, artista callejera en las Ramblas. El dinero providencial: al igual que en los relatos de Paul Auster, los personajes en el límite de la desesperación reciben una importante y salvadora suma de dinero. Y los viajes: a las ruinas de Monte Albán en el valle de Oaxaca y a "Ese país", que es Colombia (por cierto, la visita a los jefes guerrilleros "Hugo, Paco y Luis" es bastante gratuita).

Dichas escalas son una suerte de bálsamos momentáneos que al final no sirven de nada: la caída es inevitable. Por esta razón, ese dato básico del cual fuimos rápidamente notificados, se vuelve reiterativo. En realidad, lo que sostiene la novela es la fuerza persuasiva de su lenguaje -lo más destacable- aunque no vuelva alcanzar la brillantez del primer capítulo. Sí, la literatura es principalmente lenguaje pero la novela, como ningún otro género, necesita de la trama y de la estructura. Además Ungar, buen lector de Auster, debe saber que la locura, como la de Daniel Quinn en La ciudad de cristal, sólo es creíble cuando es narrada por otro. O, como lo dijo el crítico Claudio Guillén: "Toda vida narrada por el propio protagonista ha de quedar imperfecta, carente de estructura. Sólo la conciencia de una segunda o una tercera persona permite que la novela, en términos aristotélicos, sea poesía y no historia".