Gabo y el poder

 

Por Patricia Lara*

 

“Siento una gran fascinación por el poder, y no es una fascinación secreta”, le confesaba Gabriel García Márquez a su compadre Plinio Apuleyo Mendoza en la entrevista publicada en ‘El olor de la guayaba’.

Y, precisamente, esa fascinación fue la que le permitió descifrar el misterio del poder, retratarlo, desmenuzarlo, engrandecerlo y ridiculizarlo hasta el máximo.

 

García Márquez dijo que “un escritor no escribe sino un solo libro, aunque ese libro aparezca en muchos títulos diversos”. Y agregaba que su libro había sido el de la soledad. Su segundo libro –diría yo– ha sido el del poder. O, quizás, el libro de la soledad y el del poder sean uno solo, porque la característica predominante del poder, y la más desgarradora, es esa soledad que lo envuelve siempre.

 

El encanto de Gabo por el poder no viene simplemente desde el momento en que él se convirtió en hombre poderoso. Siempre le gustó acercarse a las personas que detentan poder, seguro no solo para conocer los misterios que lo circundan y para influir sobre él sino, seguramente, para percibir el orgullo de comprobar que su intuición literaria se verificaba en la realidad, cuando se enteraba, por ejemplo, de que Himelda Marcos, entre sus innumerables prendas de mujer ponderosa, contaba con un sostén antibalas y recordaba que el patriarca rezaba para que las balas rebotaran en el corpiño de Leticia Nazareno. O cuando le contaban que Winston Churchill dictaba sus cartas paseándose sin ropa de un lado a otro y pensaba en su Bolívar deambulando desnudo hasta el amanecer para entretener el insomnio. O cuando sabía que un presidente amigo suyo se enfurecía si alguien le ganaba una partida de tenis y evocaba al patriarca, en cuyo reino se prohibió ganarle una partida de dominó. O cuando veía que algún alcalde de pueblo, el día de su posesión, al recibir honores militares de parte de los únicos tres o cuatro policías del lugar, experimentaba “en su plenitud la emoción del poder”, como le ocurría el alcalde y teniente de La mala hora; o cuando miraba que, lo mismo que al patriarca, para que no lo envenenaran, a Fidel Castro le probaban antes sus comidas y bebidas; o cuando observaba que los antiguos guerrilleros –los símbolos del antipoder– al acercarse al poder se comportaban igual que sus viejos enemigos y evocaba aquella sentencia suya sobre el coronel Aureliano Buendía quien, si hubiera triunfado, “se habría parecido enormemente al patriarca”; o cuando leía que el exsandinista Edén Pastora confesaba con crueldad pasmosa cómo había ahorcado a un enemigo y pensaba en el coronel Moncada, gran amigo de Aureliano Buendía, pero jefe del Ejército contrario, a quien este le decía: “Recuerda compadre que no te fusilo yo, te fusila la revolución”, y él contestaba que “de tanto odiar a los militares, de tanto combatirlos… has terminado por ser igual a ellos”; o cuando 48 horas antes de morir estrellado en un avión escuchaba al general Omar Torrijos decirle que su mejor libro era el Otoño del patriarca porque “todos somos así, como tú dices”, Gabriel García Márquez tenía que experimentar algo muy parecido a la felicidad.

 

Pero aparte de la lista infinita de ejemplos concretos que surgiría al seguir comparando el poder de la vida real con el de la realidad literaria de García Márquez, hay básicamente dos características comunes en todos sus personajes poderosos, las cuales tienen que corresponder, necesariamente, a las de quienes se dejan atrapar por el vicio de la felicidad falsa del poder: la pérdida del sentido de la realidad y la incapacidad para el amor.

 

Esos “aduladores impávidos que proclaman (al patriarca) comandante del tiempo y depositario de la luz” y que medran detrás de cualquiera que tenga jirones de poder; esos mismos que le responden al dictador cuando él pregunta qué horas son: “Las que usted ordene, mi general”, y que editan un periódico especial para que solo él lo lea, aquellos que por temor o compasión le mentían a Bolívar quien solo a Manuela “le permitía la verdad”; esos por cuya causa Patricio Aragonés, el alter ego del patriarca (o el propio García Márquez, quizás) le decía a su otro yo: “Para que sepa que nadie le ha dicho nunca lo que piensa de veras sino que todos le dicen lo que saben que usted quiere oír mientras le hacen reverencias por delante y le hacen pistola por detrás”; en fin, esos seres despreciables enquistados en el poder, hacen que los poderosos pierdan el sentido de la realidad, se extravíen –como el coronel Aureliano Buendía– “en la soledad de su inmenso poder” y empiecen “a perder el rumbo”, porque, como decía Gabo, la gran pregunta de quién está en el poder –“¿a quién creerle?”– conduce a esa otra desgarradora pregunta: “¿Quién carajos soy yo?”.

 

La otra característica, la de la incapacidad de los poderosos para el amor, es todavía más triste: viven en una búsqueda permanente de afecto (“mírelos cómo vienen, capitán, mírelos cómo me quieren”, decía el patriarca; o “vámonos volando que aquí no nos quiere nadie”, comentaba Bolívar). Pero ni encuentran el amor, ni logran la felicidad: “Solo a usted se le ocurre creer que esa vaina es amor, porque es el único que conoce”, afirmaba al patriarca Patricio Aragonés quien siempre “quería más porque quería que lo quisieran”. Y “usted es un hombre eminente, general, más que ninguno. Pero el amor le queda grande”, le manifestaba la Bella de Angostura a Bolívar. Y Úrsula Iguarán, la madre del coronel Aureliano Buendía, quien tuvo 17 hijos de 17 mujeres distintas, marcados todos por el signo de la soledad, concluía un día que “aquel hijo por el que habría dado la vida era simplemente un hombre incapacitado para el amor”, porque, como decía García Márquez, “el poder es un sustituto del amor,” o “la incapacidad para el amor es lo que los impulsa a buscar el consuelo del poder”.

 

Por ello esos pobres seres no encuentran la felicidad. Por esa razón afirmaba el patriarca: “De modo que esta era toda la vaina, carajo, de modo que el poder era aquella casa de náufragos”. O por eso decía Bolívar: “Mi primer día de paz será el último de poder”. O por ese motivo el alcalde de La mala hora le confesaba al juez: “Créame que quisiera cambiarme por usted, acostarme a las ocho de la noche y levantarme cuando me diera la gana”. O en fin, por ello, los únicos instantes felices del coronel Aureliano Buendía, “desde la tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo, habían transcurrido en el taller de platería, donde se le iba el tiempo armando pescaditos de oro” porque “había tenido que promover 32 guerras, y había tenido que violar todos los pactos con la muerte y revolcarse como un cerdo en el muladar de la gloria, para descubrir con casi 40 años de retraso los privilegios de la simplicidad”.

 

Sin embargo, detrás del poder absoluto –el convencional– el cual, según Gabriel García Márquez, “es la realización más alta y compleja del ser humano, y por eso resume a la vez toda su grandeza y toda su miseria,” está el verdadero poder, el de Úrsula Iguarán, el de Bendición Alvarado, el de Leticia Nazareno, el de Manuela Sáenz, el de Luisa Santiaga Márquez Iguarán, el de Mercedes.

Y por ello ahora, cuando la memoria hace algunos años que empezó a abandonarlo, todo ese enorme poder que fue suyo y del que ya, seguramente, muy poco se acuerda, ha cambiado de manos: hoy está en las de Mercedes… Porque a Gabito lo abandonó el poder… En cambio conserva dentro de sí, intactos (o tal vez engrandecidos), el amor y la ternura.

 

Este artículo se basó en el texto de la misma autora, incluido en el libro ‘Para que mis amigos me quieran más’, recopilado por Juan Gustavo Cobo Borda.

 

*Escritora, periodista y columnista colombiana. Estudió Filosofía y Letras y periodismo en París II y Columbia.  Directora de ‘Cambio 16’ y ganadora el Premio Nacional de Periodismo.

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