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Historia de una terquedad

A propósito del centenario del nacimiento de Joan Miró, las grandes salas de arte del mundo rinden homenaje a la memoria de un artista que llevó la poesía al lienzo.

19 de abril de 1993

DE NO HABER SIDO POR SU TERQUEDdad, Joan Miró no hubiera sido Miró sino un boticario más de alguna de las calles barcelonesas que miran al mar. En una de estas, joven todavía, lo empleó su padre como asistente del farmacéutico, y estuvo mirándolo durante dos años mientras preparaba unguentos para el catarro y tónicos de alcanfor para los que se quejaban del corazón. Miró los recuerda como los años más amargos de su vida. Probablemente hubiera terminado por tomarse un par de sorbos de ácido cianhídrico para acabar con la pesadilla. Pero pudo más la terquedad que los esfuerzos de su padre. En otra ocasión lo matriculó en la Escuela de Comercio, pera también logró escapar de las aulas en donde pretendían hacer de él un operario contable. Se inscribió, por su cuenta y riesgo, para el horario de la noche, en la academia de bellas artes por donde 10 años atrás había pasado Pablo Picasso.
La enseñanza era en extremo apegada a los dictámenes clásicos. Insistían todavía en la Lonja -que así se llamaba la academia en pintar las cosas como eran, aunque el más diestro de sus alumnos, Pablo Picasso, empezaba a gozar de la fama a costa de tergiversar la realidad a su medida.
Miró no fue un alumno destacado. Aprendió muy bien la técnica del color, pero no la del dibujo. Entonces, consciente de que sólo pueden violarse con éxito las reglas que se dominan, tomó clases en la materia con Francesc Galí, un maestro menos acartonado que los de la Lonja, que solía combinar las clases de dibujo con buenas dosis de poesía y de música. Galí logró su cometido a punta de obligar al joven Miró a vendar sus ojos y a reproducir los objetos a partir del tacto.
Por esos años empezaron a llegar a España las revistas de los vanguardistas franceses y Miró las devoraba en busca de razones para su naciente estilo, aun muy pegado al naturalismo de quienes solían instalar su caballete en el bosque, y regresaban a casa con el mismo bosque en el papel. Un tiempo después estalló la Primera Guerra Mundial, y durante un período significativo Barcelona se convirtió en el punto de reunión de la vanguardia artística europea. Miró terminó metido en ella. Encontró entre los surrealistas lo que le hacía falta para despegar y muy pronto sus obras de inspiración onírica despertaron el interés de un galerista que se atrevió a mostrarlas en medio del ambiente ultragodo de la España de entonees. El resultado fue desastroso. Pudo más la derecha enardecida. El público que asistió a la exposición llegó a destruir algunos de los lienzos y a llenar con frases injuriosas las paredes del salón.
De nuevo Miró tiene que sacar a relucir su terquedad. Renuncia a Barcelona, pero no a su vocación artística. Se instala en París y se deja contagiar del ambiente cultural que se respira en cada esquina de la Ciudad Luz. A pesar de la difícil situación económica por la que atraviesa, Miró se alimenta del arte de los museos y de las galerías, y de eso vive. En su siguiente exposición comienza el ascenso. Es muy poco lo que vende, pero la crítica aunque escasa lo deja bien situado. El dinero llegaría luego, y en cantidades nada despreciables. Su primer cuadro bien pago lo adquirió Ernest Hemingway.
Resultó de buen aguero.
París lo rescata de los extremos del surrealismo -a pesar de que quienes lo habían matriculado en el movimiento hubieran sido precisamente Breton y Eluard y decide que no seguirá alimentando la pintura con sus sueños, sino que, por el contrario, aprenderá a soñar a partir de lo que pinta.
El fin de la guerra civil española, que lo había hecho llevar al lienzo el monstruo humano, encuentra en la poesía el mejor aliado para su nueva búsqueda, la definitiva: la del espíritu. En adelante, Miró deja de lado los afanes y se dedica a encontrar la inspiración en la música y en las noches estrelladas. Ahí surge la más lamosa de sus series pictóricas: Constelaciones.
Y en medio de la fama exito absoluto un buen día decide decretar que siente un profundo asco por la pintura, pues tan sólo le interesa el espíritu puro.
Pero no puede vivir sin ella, y a ella vuelve, y de lo anterior únicamente conserva el signo.
Hoy, próximos a celebrar el centenario de su nacimiento, sus seguidores recuerdan con exposiciones de gran bombo la historia de un hombre hecho a punta de terquedad: Joan Miró.