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Humo sagrado

La directora de ‘El piano’ expone su punto de vista sobre la soledad de las mujeres.

Ricardo Silva Romero
25 de septiembre de 2000

Director: Jane Campion
Actores: Kate Winslet, Harvey Keitel, Pam Grier. 1999

Humo sagrado es, al comienzo, una película sobre Ruth Barron, una dulce joven australiana que cree haber encontrado la paz y la felicidad en los postulados y los ritos de una secta hindú, y que, a pesar de la desesperación de un padre que piensa que le han lavado el cerebro, se niega rotundamente a volver a su tierra. Es entonces cuando su madre viaja a la India, y, por medio de una serie de mentiras y chantajes, la convence de volver a Sidney.

La película es, después, la historia de P.J. Waters, un viejo y rudo norteamericano que se dedica a purificar almas de jóvenes engañados por cultos subterráneos, y que, no obstante las quejas de su novia, y porque se lo imploran y se lo pagarán con creces, acepta llevar el caso de Ruth. La redención, por supuesto, comienza con el pie izquierdo: ella descubre que van a quitarle su paz y su voz, y —en una escena que resume la esencia de la película— sus hermanos y su padre se toman de las manos y, para evitar que se escape de nuevo, la encierran en un círculo insalvable. Entonces se la entregan a Waters.

A partir de ese momento, es una película sobre un hombre y una mujer que, como representantes de sus géneros, y en detrimento de sus propios nervios, se ven obligados a permanecer encerrados en una casa en el desierto. Es una nueva batalla entre los sexos. Waters descubrirá su juventud y su dulzura. Ruth descenderá y regresará —ruda, vieja y libre—, del Infierno de los hombres. La posesa poseerá y el purificador será purificado.

Todos los dramas de Jane Campion cuentan, palabras más, palabras menos, el mismo conflicto. En Sweetie, su primer largometraje, una mujer lucha para demostrar que no es una enferma mental. En la historia verdadera de Un ángel en mi mesa, Janet Frame, una joven diferente a las demás, es obligada a permanecer ocho años en un sanatorio hasta cuando, desde su encierro, comienza a publicar sus libros. En El piano, Ada McGrath, una mujer muda, es vendida, con su piano y con su hija, a un desalmado comerciante, y en Retrato de una dama, Isabel Archer, una confundida dama de sociedad, cae en las redes de un mundo diseñado por y para los hombres.

Humo sagrado es, de nuevo, la batalla de independencia de una mujer agotada por las miradas de su machista círculo vital. Pero esta vez, mientras las perturbadas actuaciones de Kate Winslet y de Harvey Keitel nublan poco a poco la historia, se hace demasiado evidente que, desde su guión, todas las peripecias del comienzo no son más que un pretexto para enfrentarnos al duelo de los géneros.

No es, pues, por culpa del lugar común del feminismo. No es por culpa del bombardeo de símbolos. No es por culpa de la meditada incoherencia formal. Es por la sensación de haber perdido una hora de película y por la intuición de haber seguido, para nada, una historia en la India y otra historia en Australia. Es por eso. Por eso el aburrimiento y la risa nerviosa. Por eso las ganas de haber visto otra película.