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LA METAMORFOSIS

Fanny Mikey, sola en escena, asume el papel del ama de casa que quiere vivir después de los 40.

5 de noviembre de 1990

Sólo al final de la obra, cuando el telón se baja definitivamente, el espectador comprende que ha estado enfrentado, durante hora y media, a una sola actriz en escena:
Fanny Mikey.

En "Yo amo a Shirley", la obra que por estos días se presenta en el Teatro Nacional de Bogotá, y que luego iniciará una gira por diversas ciudades del país, todo se ha dispuesto para que el público le dé vuelo a su imaginación. Con una directora de sueños y de reflexiones en el escenario, que a veces adopta el papel de narradora y a veces se convierte en un presente continuo de vivencias, sobre las tablas no exíste ningún otro elemento que pueda desviar la atención del observador. No obstante, a medida que se avanza en el recorrido por la vida de Shirley Valiente, va apareciendo una serie de personajes que al final parecerán tan conocidos como la propia protagonista.

La obra de Willy Russell, sin embargo, no admite un segundo en escena. Se trata de una comedia construida para un solo actor mejor, para una sola actriz. Es una obra que quiere mostrar al prototipo de una mujer que es muy común en la vida moderna. Una mujer que ha pasado su vida prácticamente en soledad, asumiendo con todo el rigor su papel de ama casa. Se limita a ser la esposa o la madre y, por eso, resulta viviendo para los demás. Su existencia se justifica en la medida en que se constituya en una pieza útil para lograr el protagonismo de su marido y de sus hijos. Pero nunca tiene la oportunidad de actuar para sí misma.

El azar, en algún momento, con esas sorpresas que cambian el eje de acción en la vida, logra que Shirley, con sus cuarenta y tantos años, se decida a mirar hacia dentro. Un recorrido por el pasado, una evaluación de las ilusiones no alcanzadas, una comparación con las nuevas generaciones, arroja como resultado la certeza de que no se ha vivido para sí. El pleno convencimiento de que se ha desper diciado el tiempo. Entonces, antes de tomar la decisión de actuar, antes de cambiar el punto de mira, viene una etapa de dudas y de temores. Las grandes transiciones suelen estar provistas de melancolía, y Shirley Valiente de Castro no es la excepción.

Bajo la dirección de Mario Morgan, el mismo de "Extraña pareja" y de "El último de los amantes ardientes", Fanny Mikey asume esa responsabilidad que va más allá de caracterizar a Shirley. Se compromete a desatar en el público un torrente de imaginación que terminará por colocarlo en el mismo papel del personaje: la introspección y el juicio al papel de la mujer en las últimas décadas. Se trata de un gran desafío. Subir a las tablas sin la compañía de otros actores es ya, de hecho, algo difícil. Pero más aún, si se tiene en cuenta que la escenografía insiste en confirmar que todo el peso de la acción es para la actriz. A su alrededor no hay más que una blanca pared, que cumple su propósito de demostrar la soledad del ama de casa de corte tradicional y sirve a la idea del monólogo. En el tercer acto la pared de saparece pero es reemplazada por una roca de gran dimensión que cumple exactamente con la misma función.

Shirley Valiente está casada con Pacho Castro, primer responsable de su vida monótona. Tiene dos hijos, Lucy y Guillo, dos jóvenes liberados que se encargan de establecer el contraste. Sobre todo su hija, por el simple hecho de ser mujer. Tiene una vecina, Nancy, que se convierte en la imagen del ama de casa que seguirá para siempre en su papel sumiso. Y una amiga, Juanita, también de cuarenta y pico, que se vuelve la cómplice de la protagonista. Ganadora de un concurso de ortografía, recibe como premio dos pasajes al Brasil, con todos los gastos pagados, que decide compartir con Shirley.

Para Shirley, el viaje al Brasil es, en realidad, un viaje al encuentro consigo misma. Una oportunidad para confirmar que está viva y para sentir que a pesarde sus "cuarenta y pocos", desea enfrentarse a todo tipo de sensaciones. Incluso a las que le resultan del todo desconocidas. Allí está Costas, un mulato que la invita a conocer el mar su sueño de siempre y a conocer su cuerpo. La obra llega a su punto culminante con la decisión de Shirley de cambiar el rumbo de su vida.

"Yo amo a Shirley" ganó en 1988 el London Critics Award y en 1989 el premio Tony en Broadway. Considerada como un cálido y divertido retrato femenino, la obra da pie para la reflexión, la filosofía y el humor. Fanny Mikey, adueñada de su papel, pasa fácilmente de la congoja a la risa, de la inocencia a la picardía. Solitaria en un espacio prácticamente vacío, encarga como en lo más clásico del teatro a los movimientos corporales de transmitir buena parte de las emociones. Para este efecto cuenta con un extraordinario apoyo en las luces. Si es cierto que la escenografía, profundamente simbólica, resulta desértica, la luz debe asumir el encargo de ubicar espacialmente al espectador y de enfatizar los diversos mensajes que se transmiten desde el escenario.

Al final surge una pregunta: ¿quién ama a Shirley? ¿Acaso Costas, el negro que la hace sentir más mujer que nunca? ¿Acaso Pacho, su esposo, al descubrir que no desea perderla? No, es Shirley quien ama a Shirley. Se ama a sí misma por darse la oportunidad de volver a vivir.