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"La poesía es compañía"

A propósito de 'Tretas del débil', su nuevo libro, Piedad Bonnett habla de las motivaciones de su poesía y evoca una infancia cargada de miedo

Luis Fernando Afanador
11 de abril de 2004

Mucha de la literatura que se publica actualmente nos deja impávidos porque, aunque a veces se encuentre bien escrita, la sentimos demasiado artificiosa, sin sangre ni sustancia, sin vida, como si sus temas hubieran surgido de una encuesta y quisieran acomodarse sin concesiones al gusto del público. "Mis personajes nacen de un largo rechazo, Dios me libre de inventar cuando estoy cantando", decía Pablo Neruda. Así, de una necesidad ineludible, de una experiencia acumulada y de un mundo propio que se quiere contar, debería nacer todo arte. Y esto es precisamente lo que encontramos en Tretas del débil, de Piedad Bonnet, unos poemas que hablan del abandono de la aldea natal, de los exiliados urbanos, de los desposeídos del amor, con imágenes precisas y esenciales. Por eso, para indagar más acerca del rico mundo que late detrás de estos bellos y conmovedores poemas, opté por la entrevista en vez de la reseña: que sea la propia autora quien nos ayude a habitarlos mejor.

¿Cómo nace este libro?

Mientras escribía la novela Después de todo, empecé a escribir unos poemas de corte social y existencial. Fui escribiéndolos sin saber muy bien qué hacer con ellos. No quería abandonar la novela, pero la poesía siempre es compañía. Luego, me surgió la idea de hacer un libro de reconstrucción del proceso de la pérdida de la aldea, del sitio original, porque empataba con el proceso general que se está viviendo en Colombia. Viendo a la gente parada en las esquinas yo pensaba en lo que habían dejado, en cómo tenía que ser ese desarraigo: dejar su paisaje, sus animales, su gente y venir a una esquina, eso me parecía una cosa impresionante. Además, había leído el libro de Ferreira Gullar Poemas sucios, un enorme poema narrativo, que recoge momentos de la infancia pero también el mundo de sordidez de las barriadas. Ese libro, tan entrañable, me aclaró la forma de centrarme en un elemento articulador que le diera a "el volver a la infancia" una dimensión nueva.

¿Le daba miedo caer en lo autobiográfico?

Quería escribir esa saga pero temí excederme. Me daba miedo caer en lo puro autobiográfico, que a nadie le importa, porque importa sólo la experiencia colectiva de una generación que se vino a la ciudad. Quería hablar de un país donde la discriminación ha sido aterradora. Yo también crecí en un mundo de discriminación expresa, aplastante. De castigo, de miedo a la religión, de violencia liberal y conservadora.

La sola evocación del pueblo de la infancia -la parte que a mí más me gusta- hubiera sido tema suficiente del libro. ¿No pensó en desarrollarlo?

La quise deliberadamente fragmentada porque no quería narrar, no se trataba de eso sino como de iluminaciones, de relámpagos. Traté de hacer una indagación completamente íntima, una introspección para ver qué brillaba en la memoria.

Interrogué a mi mamá, a mis hermanos. Mi experiencia de venir a Bogotá fue muy fuerte y no quería quedarme sólo en el momento de la llegada, en el umbral, sino hablar de lo que dejaba. Por eso, la primera parte acaba cuando venimos en avión, el terror de montar en avioneta, como niños montañeros, viendo el mundo correr hacia el otro lado, y mi papá y mamá llorando. Lo digo en un poema: "No sabes lo que llevas en la valija. Cuando la abras/ volarán golondrinas/ y murciélagos". Una imagen para todo lo lindo y lo horrible que se dejaba.

Aparece una casa en el fondo. ¿Cómo era?

Era una casa enorme cerca de la plaza de Amalfi y yo una niña protegida y llena de miedo. Ir al patio en la noche era aterrador, yo oía que habían traído a la gente muerta, en costales, en las bestias -como decía mi mamá-. Mi papá era conservador y el pueblo, liberal. Intuía unas tensiones muy grandes. Mi mamá me alquilaba libros en una bibliotequita, teníamos el Tesoro de la Juventud. Fui una niña muy miedosa, insegura, que percibió muy rápido que no le parecía bonita a los que estaban al lado. El refugio de la literatura fue perfecto.

La figura del padre no es muy buena.

Quizá por su propio terror de no saber manejar las cosas, mi padre fue muy autoritario, muy incapaz de afecto. Esa es la imagen que me marcó y que reconstruyo en mi libro. Aunque ahora es el papá más bueno del mundo.

¿Por qué se vinieron?

Mi abuela y mis tíos se vinieron derecho a Bogotá. Bogotá era el sueño. Mi mamá soñaba con Bogota, pero soñaba, literalmente. Cuando llegó a Bogotá comprobó que mucho con lo que había soñado era verdad. Había visto las calles, había visto todo. ("Allá abajo, la ciudad inventada por ti", dice un poema). Aunque en Amalfi teníamos una situación acomodada, ella creía en la educación y quería huir de un mundo en el que el dinero era lo único que existía. Vendió todo y llegamos con una mano adelante y otra atrás. La pequeña gesta de muchos colombianos.

¿Esta es la conexión con la segunda parte del libro?

Sí. Allí, por ejemplo, hablo de las muchachas negras. De pronto, uno sale un domingo al centro y ve esas muchachas negras fumando, risueñas. Son unos seres marginales a los que los demás no comprenden. Esa cosa bonita que tiene la ciudad de fundar el país. El país concentrado en la ciudad, el mendigo, ese hombre con sus pústulas. Lo que yo me pregunto con cada mendigo desastrado es qué infancia tuvo, quién lo quiso. Es la ciudad que se mete por la ventanilla del carro, la misma que ven las señoras que dan un moneda con el vidrio casi cerrado. La ciudad que uno atraviesa, la que le pertenece: la pobreza detrás de un vidrio. Pero, ¿qué puedes hacer? No creo, no me interesa, el escritor que se mete "en la otra ciudad" y toma notas. Otro tema que aparece es la guerra porque yo soy de las personas que se leen la prensa para mortificarse. Yo no le huyo a eso ni a la impotencia que genera. Como no sé cuál es mi compromiso, al menos sé que debo asumir la tristeza de los otros.

Finalmente, díganos algo sobre la última parte, los poemas de desamor.

Aunque algunos van en serio y son un poco dolorosos, quise que tuvieran mucho humor. Hay una serenidad que no había en mis libros anteriores. Un poquito de ironía ayuda a sortear el dolor.