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LA ULTIMA VENIA

A los 82 años muere Sir Laurence Olivier, el más grande actor shakesperiano de todos los tiempos.

14 de agosto de 1989


En uno de los diálogos de la comedia "El príncipe y la corista", Laurence Olivier le confiesa a la rubia y descocada Marilyn Monroe: "Por más que la gente se me acerque y me hable y me toque, nunca llegarán a conocerme del todo. Puede usted contar a quien quiera oírla que soy y seguiré siendo un enigma".

Pocos actores de cine y teatro tan comentados, elogiados, criticados, ensalzados, retratados y entrevistados como este hombre que acaba de morir a los 82 años. Sus películas llenan la historia del cine y sus interpretaciones teatrales le dieron un vuelco total al concepto del montaje escénico que existía en Londres y Europa en los años 30. Protagonista de 60 películas, intérprete de más de un centenar de personajes históricos y contemporáneos, ganador de tres Oscares y numerosos premios internacionales, Olivier fue el favorito de nobles europeos y millonarios norteamericanos que lo sentaban a la cabecera de sus mesas para escucharlo, con esa voz que él mismo hacía más cascada de lo que realmente estaba, sólo por descubrir el efecto en quienes la escuchaban. Se casó tres veces, una de ellas con la protagonista de "Lo que el viento se llevó", Vivien Leigh. Escribió una autobiografía impenitente (publicada en castellano por Planeta). Amigo de los actores jóvenes con quienes gustaba compartir sus conocimientos más en plan de complicidad que de magisterio, Olivier seguirá siendo como el príncipe de esa comedia que él mismo dirigió en Hollywood, un enigma, alguien a quien los críticos siempre intentaron definir pero reconocieron que se quedaron cortos.

Ahora los críticos buscan ponerse de acuerdo para escoger los mejores papeles en una carrera tan intensa y cargada de dramas, comedias e historias de suspenso y crímenes, con títulos como "Vidas privadas" (haciendo de Victor Prynne), "Romeo y Julieta", " Hamlet", " Rebeca", como Maxim de Winter--en ese drama lleno de claroscuros síquicos de la mano de Alfred Hitchcock--, "Enrique V", "El rey Lear", "Antonio y Cleopatra", "César y Cleopatra", "Ricardo III", "Otelo", "El mercader de Venecia", "Un largo viaje hacia la noche", "Maratón de la muerte" (con el personaje del dentista que extrae el nervio del asustado Dustin Hoffman para que el dolor no lo abandone y se sienta obligado a colaborar con quienes asesinaron a su hermano y buscan los diamantes), "Un pequeño romance", "Un puente demasiado lejos" (perdido entre más de 50 grandes actores bajo la dirección de Richard Attenborough, junto a Bogarde y Vaughn), "Espartaco" (enfrentado a la rebelión de los esclavos, haciendo de general romano que hace y deshace en medio de una atmósfera viciosa creada por el director Stanley Kubrick), "Los niños del Brasil" (haciendo de un investigador y cazador de nazis, inspirado en el personaje real de Simón Weisenthal, sobre quien acaban de hacer una miniserie), "Cumbres borrascosas" (haciendo de Heathcliff, el gitano loco de amor por Cathy, interpretada por Vivien Leigh), "El príncipe y la corista" (dirigiendo a Marilyn Monroe, enamorándose de ella y acuñando esa frase que algunos multiplicarían después: "Es como un animal salvaje que no debe estar amarrada ni encerrada"), "Sleuth" (una pieza maestra del humor negro), "Las sandalias del pescador", " David Copperfield". La lista sigue creciendo mientras, aparentemente, no hubo género alguno en el cual no apareciera: quizás las películas de vaqueros sean la excepción.

Su verdadero nombre era Laurence Kerr Olivier y nació en Surrey, en el hogar dominado con mano dura y tacaña por un pastor anglicano, quien descubrió temprano las dotes del hijo. A los 10 años representó el primero de su ínterminable galería de personajes shakesperianos, Bruto, en una pieza montada en la escuela. A los 17 años se marchó a Londres para estudiar arte dramático y actuación con Elsie Fogerty. Dos años más tarde ya era un actor profesional, vivía de lo que le pagaban y alcanzó su primer papel destacado interpretando a Malcolm, en "Macbeth". Apareció en varias películas británicas que ahora nadie quiere recordar y a los 21 años se fue a Nueva York, la meta de todos los actores europeos que querían convertirse en celebridades. Dice la leyenda que fracasó en la prueba para lograr el papel principal en "Reina Cristina", una de las mejores películas de la Garbo. Se enamoró de una actriz, Jill Esmond y aunque esta le confesó que no la amaba, se casaron, tuvieron un hijo y once años después se divorciarían cuando Olivier, enloquecido con su compañera de reparto en "Cumbres borrascosas" y "Romeo y Julieta", Vivien Leigh, quien después protagonizaría "Lo que el viento se llevó", sostuvo con ella un romance que escandalizó a los cronistas de la época en Hollywood. Ese matrimonio, lleno de altibajos, duraría 22 años. Su tercera esposa, durante cinco años, fue Joan Plowright.

Durante los años 30, de regreso en Londres, Olivier se convirtió en la principal figura escénica. Aliado con otro grande del teatro de Shakespeare, Ralph Richardson, removió los mismos cimientos de este género, le dio otra dimensión a personajes e historias que los espectadores se sabían de memoria, todas las noches innovaba y, aunque respetaban los textos y las intenciones del autor, Olivier y su grupo le entregaban al público una obra nueva, distinta, que apelaba a nuevos conceptos de la escenografía, de los gestos de los actores, de las inflexiones de la voz, de la misma identificación con los personajes.

El afán renovador de Laurence Olivier llegaba a buscar nuevas sensaciones, cambiando de personajes dentro de la misma obra, apareciendo en ocasiones hasta con dos y tres caracteres, maravillando a los críticos por la fuerza, la violencia, la rabia misma, que se captaban en su trabajo de todos los días. Por eso se hizo famoso. Por la nueva concepción que logró de clásicos que aparentemente ya no podían ser mejorados.

Actor, director, escenógrafo, empresario, convirtió la escena isabelina en un auténtico laboratorio y en 1938 con su versión de un Hamlet que le daba al espectador todas las pistas para ser sicoanalizado, Olivier alcanzó el delirio. Mientras Europa estaba en guerra, Olivier todas las noches alzaba el telón para que ni la vida, la imaginación o la magia se vieran interrumpidas por la muerte. Los espectadores acudían en medio de las ruinas de Londres para contemplar las versiones agresivas que este hombre conseguía de dramas o comedias supuestamente logrados por otros. Y esos efectos renovadores supo mezclarlos en las películas que hizo sobre piezas de teatro, sin caer en la trampa del "teatro filmado", haciendo películas vivas sin las limitaciones de la escena.

Cuando le preguntaban a qué se debía su éxito con los personajes de Shakespeare, respondía: "Es que ya puse a Hamlet y Ricardo III a que sudaran, a que tuvieran olor, a que se equivocaran, a que no fueran estatuas en un museo; debe ser por eso". Era más que eso, por supuesto, y aunque se sentía enfermo, cansado y decepcionado del teatro actual, todavía tenía ganas de seguir defendiendo a Shakespeare y, por eso, semanas antes de morir mientras dormía, encabezó algunas marchas para defender de la cuadrilla de demolición a un viejo teatro londinense donde Shakespeare actuaba.