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Lágrimas negras

Un bolero sobre un hombre que se enamora de una enferma mental.

Ricardo Silva Romero
30 de octubre de 2000

Ricardo Franco sufrió un infarto y murió cuando apenas comenzaba el rodaje de Lágrimas negras. Sólo filmó algunas secuencias. Fernando Bauluz, su asistente de dirección en La buena estrella, asumió la conducción de la puesta en escena y, sobre la base de un guión frío, asfixiante y trágico, convirtió la historia de un joven fotógrafo que se enamora perdidamente de una enferma mental en una película grave, solemne y sin salida.

No importaba quién la dirigiera. Todo estaba en el guión de Franco. Andrés, el fotógrafo, está a punto de casarse con Alicia, una mujer que a fuerza de ser su novia ya se ha convertido en su hermana, pero una noche como cualquiera, justo cuando acaba de dejarla en la casa de sus padres, es brutalmente atacado por un par de desequilibradas. A partir de ese momento se obsesiona con una de las dos, con Isabel, su violadora, y por ella desciende en los infiernos de la esquizofrenia, la paranoia y la marginalidad. Nada lo va salvar. Nadie lo salva.

Los primeros planos de la película, en un blanco y negro inquietante, vaticinan el pesimismo, la angustia y la melancolía que recorrerán la historia. No anticipan, en ningún momento, la pomposidad de los hechos, la fascinación por los diálogos supuestamente profundos, ni mucho menos el débil diseño sicológico —sacado de los archivos clínicos de una siquiatra norteamericana— de todos los personajes.

Andrés, Alicia e Isabel han sido sometidos, desde el guión, por una serie de accidentes inverosímiles y enfáticos. Es por eso que sus destinos, después de la tercera escena desgarradora, nos tienen sin cuidado. Ni siquiera las interpretaciones de Ariadna Gil, Fele Martínez y Elena Anaya, que oscilan entre el melodrama cinematográfico y la telenovela venezolana, logran redimirlos. Al final, en la playa, estamos de acuerdo con la solución que propone la demente.

La buena estrella, la penúltima película de Franco, ganó dos festivales y cuatro premios Goya. Era un relato duro, humano y con sentido del humor. Lágrimas negras, en cambio, es tan seria como un bolero o un infarto. Por eso produce risa. Porque todo lo trascendental, cuando no recurre al humor, tiende a convertirse en caricatura. Como un profesor histérico o un sermón de los de antes.

La mejor secuencia de la película, en ese sentido, ocurre en el apartamento de Andrés. Alicia le reclama a gritos su falta de compromiso y le dice que no puede vivir sin él. El no sabe qué responderle. Entonces sale Isabel, como si nada y sin ropa, y mientras cruza la habitación les sonríe a los dos. Alicia, aterrada, le da una cachetada a Andrés y sale de la escena. Isabel se viste, se le acerca y lo besa.

No me gusta que esa mujer te levante la voz, le dice. Y esa línea, en boca de la demente, tendría que haber sido la última de Franco.