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LO QUE DA LA MUSA

Con el infaltable escándalo se abrió el trigésimo Salón de Artistas con obras muy buenas, buenas, malas y horrorosas.

25 de agosto de 1986

Esta vez el escándalo no estalló por la susceptibilidad de los artistas. No fueron discrepancias de criterios ni denuncias por vetos ni por la colocación de obras impúdicas. Esta vez el escándalo reventó por el lugar escogido para exhibir el Salón anual de artistas colombianos y la polémica enfrentó al arte con la historia.
Antes de que se abrieran al público las casi 350 obras expuestas en el Museo Nacional, en Bogotá, se desató la controversia cuando la directora de este recinto, Lucía Rojas de Perdomo, denunció a través de los periódicos y de la televisión que el montaje del Salón había atentado contra la estética. Indignada dijo que los encargados de poner en escena la exposición de trabajos de 268 artistas habían prácticamente arruinado el Museo, mientras que el historiador Germán Arciniegas vio "con terror que se hubiera proyectado una exposición tan gigantesca en un terreno prohibido" y se quejó del obligatorio cierre del Museo por un mes que es el tiempo que dura el Salón.
La directora de Colcultura, Amparo Sinisterra de Carvajal, defendió el montaje y el uso de ese espacio para la exposición y, de paso, regañó a su subalterna, la directora del Museo, en una declaración para el Noticiero de las 7: "El Museo es de todos los colombianos y no de la señora Perdomo... es para todos los colombianos incluidos los artistas, desde luego". Con esa tajante declaración y con la apertura de las puertas, la polémica quedó atrás y los únicos resultados tangibles fueron el infaltable escándalo que de todas maneras sirve para animar el evento y, en segundo lugar, que la directora del Museo pidiera licencia para ponerse a salvo del horror que le produjo el montaje.
El escándalo, entonces, le dio un empujón de publicidad al Salón que, de hecho, ya había conseguido expectativa por arribar a su edición número 30. El cumpleaños fue aprovechado para, en primer término, cambiarle de nombre al certamen que en adelante se llamará "Salón Anual de Artistas Colombianos" en remplazo del antiguo "Salón Nacional de Artes Visuales" y, en segundo lugar, para darle al evento este año el carácter de conmemorativo con un cambio en la fórmula de la convocatoria: los artistas fueron invitados y no llegaron por la elección de los salones regionales.
Y, así, después de quince días de trabajo para el montaje, a cargo del crítico antioqueño Alberto Sierra, la exposición quedó abierta el 20 de julio, los jurados debían definir el pasado lunes 28 los nombres de los cuatro ganadores de los premios de a millón de pesos cada uno y cerca de dos mil personas diarias comenzaron a recorrer los pasadizos y las cuatro salas donde está expuesta la producción reciente de los artistas nacionales.
Hay de todo allí. Desde las obras de 10 consagrados que llegaron con invitación pero sin concursar (Ramírez Villamizar, Omar Rayo, Beatriz González, Santiago Cárdenas, Maripaz Jaramillo, Fany Sanín, Lucy Tejada, Alejandro Obregón, Luis Alberto Acuña, Manuel Hernández, Carlos Rojas y Jorge Jaramillo) hasta de aún anónimos autores cuya juventud se nota no tanto por la creatividad como por el atrevimiento y la falta de temor al ridículo. Hay de todo, como en botica, y, como en la película celebre, hay cosas buenas, malas y feas.
En general, el criticado montaje es bueno. El espacio, aunque reducido, está bien aprovechado y ante un número de obras tan grande y tanta diversidad, está coherentemente ordenado.
En el primer salón sobresalen las cortinas transparentes de Muñoz, las bolsas de papel pintadas por Rodolfo Vélez, las fotografías en montaje de Fernell Franco, los grabados urbanos de Adriana Espinosa, las telas impresas de Julián Posada, las matas de maíz en alambre de Antonio Caro los dibujos de Darío Villegas, el cuarto de niños hecho en alambre de púas pero enternecido con color rosado de Rosemberg Sandoval, los papeles impresos y colgados de José Suárez y, por atrevido y por seguir la influencia del punk en la época, el trabajo de Nadin Ospina.
En eso de dejarse influenciar por la época, hay en el Salón trabajos que hablan claro de los años y de los acontecimientos que se viven. Emel Meneses Arévalo presenta dos esculturas de cadáveres sin nombre y abandonados; Ethel Gilmur muestra dos cuadros que se refieren a la tragedia de Armero y al Palacio de Justicia; Bernardo Salcedo ironiza con su escultura "Cielos de plomo" y Beatriz González hace un homenaje con su "Túmulo funerario para soldados bachilleres" .
La sala donde está la mayor parte de las esculturas es impecable. Pequeña, cierto, pero bien colocados los trabajos donde brillan los trompos de Germán Botero, las resistencias de fogón de Antonio Inginio Caro y las dos obras de Luis Fernando Peláez.
En uno de los pasadizos y, por desgracia, mal colocado, hay un paisaje de María Cristina Cortés, en homenaje a Van Gogh, que es inmejorable. Quizá lo mejor del Salón por su composición, por su color y por su tamaño. Y es más destacable porque alcanza a sobresalir entre una clara tendencia que tal vez se dio por casualidad: el paisajismo. Gloria Cecilia Matallana es otra paisajista que se destaca, como lo hace, por su manejo del color y su atrevimiento Gloria Isabel Arango Tobón.
Víctor Laignelet y Alvaro Marín, el primero con tres impactantes sillas pintadas en óleo y el segundo con una secuencia gráfica sobre tela, ganan la atención del salón del último piso del Museo donde está la mayoría de los consagrados. Obregón, Maripaz Jaramillo, Santiago Cárdenas, Saturnino Ramírez, Ana Mercedes Hoyos, Omar Rayo, entre otros, exponen sus trabajos, la mayor parte repetitivos (los billares de Saturnino, la pareja en fiesta de Maripaz...), con excepción de Ana Mercedes Hoyos que regresa a su origen de pintar elementos simples.
El horror no podía faltar, tratándose de un Salón que reúne lo que da la tierra, lo que produce el país de los artistas. Y el horror está en un salón (el segundo a la derecha, para ser exactos) al que entrar es como sumergirse en una pesadilla. Allí hay desde los más exóticos ensambles hasta las ideas más traídas de los cabellos, pasando por trabajos sin ningún sentido. Esa especie de Museo Nacional del mal gusto es, en opinión de algunos de los jurados, lo que valida el concepto de que, en general, la muestra es buena. Esos deslices de espanto, ciertamente, permiten ver el buen nivel que tienen muchos de los trabajos enviados al Salón, además ratifican que en las artes plásticas nacionales se produce desde lo bueno hasta lo feo.