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Pablo Montoya ha escrito ‘Lejos de Roma’ y ‘Los derrotados’, también novelas históricas.

LIBROS

Entre el arte y la violencia

Tríptico de la infamia, la novela colombiana ganadora del Premio Rómulo Gallegos 2015.

1 de agosto de 2015

Hay dos clases de novela histórica: las que crean la ilusión del pasado y las que saben que cualquier intento de revivirlo es una ilusión. En las primeras, hay mucho estuco y el estuco tarde o temprano se nota. En las segundas, no se busca recrear con fidelidad lo que sucedió – ¿quién diablos sabe cómo hablaban en la intimidad Marco Antonio y Cleopatra?– ,  sino interrogar al pasado para confrontar el presente. Tríptico de la infamia decididamente pertenece al segundo grupo. Dice Théodore de Bry, uno de sus personajes: “Pero volver atrás no es posible porque todo pasado es irrecuperable. Y el presente siempre es de una honda precariedad, aunque tratemos de construir en él gozos efímeros”.
 
Que no haya certeza sobre la forma en que hablaban o pensaban los personajes históricos no mengua el deseo de saberlo. Tres artistas plásticos del siglo XVI involucrados en las guerras de religión y en la conquista de América, son los protagonistas de esta novela. Jacques Le Moyne, pintor de Diepa, que se embarca hacia América en una expedición del capitán Laudonniére y llegan a las costas de la Florida con la intención de crear un asentamiento protestante; François Dubois, pintor nacido en Amiens, quien se conoce por ser el autor del cuadro La masacre de San Bartolomé, alusivo a un asesinato en masa de hugonotes (protestantes franceses de doctrina calvinista), ocurrido en París en 1572, y Théodore de Bry, un grabador de Lieja, que huye de las persecuciones a los protestantes por varias ciudades europeas y termina obsesionado con el libro Brevísima relación de la destrucción de las Indias, de Bartolomé de las Casas, del cual hará un edición con sus propias ilustraciones. Para unir aún más las bisagras de este tríptico de la violencia y el arte –el tríptico, por cierto, era un formato corriente en la pintura flamenca-, Le Moyne y Dubois se relacionan con la misma mujer, Ysabeau, y De Bry llegará a conocer el trabajo de ambos pintores.

Durante su estadía en la Florida, Jaques Le Moyne se acerca a los indios timucuas como no lo hace ninguno de sus compañeros. Los dibuja, se deja hacer tatuajes por ellos y es capaz de entender sus símbolos. Parece encontrar en el arte un lenguaje humano universal que escapa a la dominación: “Pero las mujeres y los hombres eran como una misma criatura para la mirada del pintor”. Le Moyne tiene la visión de un etnólogo del siglo XX. Es como si hubiera leído por anticipado a Claude Lévi-Strauss. Para algunos lectores, una inconsistencia, para el autor un acto deliberado y una manera de transgredir la falsa mímesis de la novela histórica. Y habrá más de eso. Cuando François Dubois pinta a su mujer, Ysabeau, en poses eróticas, se parece más a Pablo Picasso con sus modelos que a un pintor que vivió en el siglo XVI.

¿Qué tanto afectan dichas anacronías la verosimilitud, el único contrato válido entre el autor y el lector? Tal vez el lector de novela histórica tradicional quedará algo perplejo, sobre todo en la tercera parte en la que, además de Théodore de Bry y otras voces, aparece un biógrafo narrando desde el presente. Liberalidades que hemos visto en otras novelas posmodernas y que Pablo Montoya retoma con naturalidad. Sin embargo, su talento no reside ahí, en la técnica, sino en la forma persuasiva como su prosa poética –sin importar pronombres ni puntos de vista- asume la confrontación entre la violencia histórica y el arte.

Novela histórica de ideas, siempre con un pie en el aquí y el ahora, aunque es mejor cuando se expresan a través de los personajes: Pedro Menéndez de Avilés, enviado por Felipe II, arrasa el intento de fundar una comunidad protestante en la Florida, lo que incluye, por supuesto, el trabajo de Jacques Le Moyne: “Entonces se acordó de los dibujos. Una ráfaga de desesperanza le desgonzó las piernas. Putas guerras que todo lo destruyen, exclamó”. François Dubois, que ha renunciado a pintar
–su mujer embarazada murió en la masacre de San Bartolomé- ve cómo en forma inexplicable, a pesar de sí mismo, de su tabla va surgiendo la memoria del horror contra el olvido.