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A la manera de Fonseca

Placer, crimen y muerte: ocho nuevos cuentos de Rubem Fonseca

Luis Fernando Afanador
23 de julio de 2001

El brasileño Rubem Fonseca es uno de los mejores escritores latinoamericanos. No es muy conocido —o no es tan conocido como debiera— pero eso poco parece importarles a él y a sus devotos lectores que bien podrían considerarse fanáticos.

Y no lo es por una razón muy sencilla: Fonseca no da entrevistas. No pontifica sobre la democracia, la deuda externa o la ecología como la mayoría de los escritores latinoamericanos que se sienten “con una gran responsabilidad histórica”. Alguien lo dijo: a mayor grado de subdesarrollo mayor preponderancia de los escritores en terrenos ajenos a su oficio. Desde luego, los escritores pueden —y deben— opinar sobre el mundo, pero preferiblemente desde sus libros, desde su escritura y su creación y no como manoseados personajes públicos. Entre otras razones porque, sin darse cuenta, terminan haciéndole el juego a una época que sólo quiere exaltar la personalidad del escritor —y ni siquiera: lo único que interesa es su imagen de triunfador— y dejar de lado lo más importante, la obra.

Recuerdo con emoción el día en que por azar vi en una editorial un fax de Rubem Fonseca en el cual le recordaba a la jefe de prensa que él nunca daba entrevistas. Y la carta era muy amable, casi pedía disculpas: ninguna pose de autor maldito. Toda una lección para muchos escritores que en el fondo lo que quieren es ser famosos. No soy fundamentalista y no estoy planteando que un escritor nunca deba conceder entrevistas pero me parece muy bien que de vez en cuando personas como Fonseca, como Salinger, se nieguen a hacerlo y les recuerden a sus colegas cual es su oficio verdadero.

A Fonseca —otra razón para desconocerlo y no darle la importancia que se merece— se le considera únicamente escritor de “literatura negra”. Como si lo quisieran limitar a un subgénero, a vivir eternamente en los suburbios de la literatura. Se trata, sin duda, de un tremendo error. O de una verdad a medias. Fonseca, es evidente, se mueve dentro de ciertos patrones del género negro —asesinatos, enigmas, detectives— pero como todo escritor que vale la pena, trasciende siempre cualquier clasificación y no puede encasillársele dentro de un determinado género.

Y como todo escritor valioso, es creador de un universo narrativo autónomo e identificable. En el mundo de Fonseca hay una narración veloz e intensa, con muchos diálogos, que nos instala muy rápido en lo esencial. Hay investigadores escépticos y lujuriosos —con úlcera y dientes de oro— que mientras escuchan ópera descubren la corrupción política y social. La burla a los falsos intelectuales, a los frívolos y a los snobs es implacable; la obsesión por el sexo es permanente y sus personajes están siempre dispuestos a practicarlo hasta donde el instinto los lleve. Los castos Sherlock Holmes y Hércules Poirot no tendrían cabida allí. Hay cinismo, violencia, humor negro; mucha desesperación y mucha vitalidad. Las mujeres de Fonseca son las más creíbles —las menos idealizadas— que ha inventado la literatura después de las de Stendhal y las de Bioy Casares.

Nacimiento, cópula y muerte: es todo. Lo dice el gran poeta T.S. Eliot pero lo cita un personaje de El gran arte y sintetiza la búsqueda sobre la cual gira la escritura de Fonseca. Detrás de su aparente hiperrealismo se esconde una metafísica en la que sólo existen Eros y Tanathos.

De los cuentos que conforman su última producción, La cofradía de espadas, únicamente hay que decir a sus lectores habituales que no extrañarán ninguna de sus obsesiones ni la calidad de la escritura de sus obras anteriores. Y a los neófitos, darles la bienvenida al mundo de Fonseca: “Pues lo bello cambia, el saber cambia, la inteligencia cambia, la medida cambia. Pero el deseo es inalterable. Regresen a sus casas y jueguen al juego del Arte y la Ciencia del Alumbramiento”.