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Marta Traba, polémica y carismática

En exclusiva para SEMANA, el crítico de arte y escritor Juan Gustavo Cobo hace un perfil de la controvertida intelectual a raíz del aniversario de su muerte y la publicación de su biografía.

Juan Gustavo Cobo Bor
18 de mayo de 2002

Cuando en 1961 Marta Traba (1923-1983) publicó en Bogotá su libro La pintura nueva en Latinoamérica un espacio diferente para la comprensión del arte americano se abría ante los ojos del espectador. No había, por entonces, visiones de conjunto que situaran la pintura colombiana en relación con la del continente y que a la vez hicieran de América Latina un territorio con voz propia.

Nombres como Teresa García y Figari, Andrés de Santamaría y Reverón, Lam y Matta, Alejandro Otero y Armando Morales (los mismos, por cierto que hoy podemos admirar en la muestra 'Arte en América Latina' de la Biblioteca Luis Angel Arango) eran sagazmente relacionados en un panorama coherente y unificado. Lo animaba, además, una perspectiva crítica, parcial y apasionada, que cuestionaba el muralismo mexicano y los discípulos "comprometidos" de Pablo Picasso, como eran el brasileño Cándido Portinari o el ecuatoriano Oswaldo Guayasamín.

También ponía en duda figuras como Pedro Nel Gómez, Marco Ospina, Carlos Correa, Gonzalo Ariza o Luis Alberto Acuña, reprochándoles la genialidad que se les atribuía cuando no eran más que "pioneros críticos, combatientes contra las formas estratificadas (p.136)". No era ella quien los desalojaba de sus trenes. Eran Obregón, Ramírez Villamizar, Botero y Wiedemann los que señalaban los nuevos rumbos. Internacionalismo contra nacionalismo. Arte abstracto contra arte figurativo. Estética moderna contra política socialista.

La hereje, la iconoclasta, era una argentina que revolucionó el mundo artístico colombiano con un indudable carisma personal y una desbordante capacidad de movilización colectiva. Fundó la revista Prisma y colaboró asiduamente en la de su marido, Alberto Zalamea, La Nueva Prensa. Regentó cátedras y creó el Museo de Arte Moderno. Dictó cursos por televisión y se embarcó, una y otra vez, en sonoras polémicas con la vieja guardia plástica colombiana.

Un mundo machista y bohemio al cual fastidiaba que una mujer, y además extranjera, pusiera en duda su statu quo. Veinte años después de su muerte su risueño fantasma aún agita las estancadas aguas y la biografía, minuciosa y sagaz, que le dedica Victoria Verlichak, replantea todo el caso. Y su vinculación, emotiva y visceral, con su país, Colombia, que por fin consideraba tierra propia. Ya que su vida, por cierto, tuvo mucho de nómada.

Cuarenta casas por lo menos albergaron sus sueños en un largo periplo que incluye 14 cambios de residencia en su Buenos Aires natal y luego agrega Italia, Francia, Uruguay, Venezuela, Puerto Rico, España y Estados Unidos a su errancia. Todo esto terminó por darle una aireada comprensión del fenómeno artístico, sus complejas relaciones con la sociedad en que nace y la reafirmación, en sus últimas publicaciones, de un arte de la resistencia contra un arte de consumo y de un tono propio en contra de la hegemonizadora estética propuesta desde Nueva York.

Vivió las contradicciones propias de su momento -adhesión a la Revolución Cubana, desilusión y crítica de la misma- con sinceridad reflexiva y a sus 22 volúmenes sobre arte es necesario añadir sus siete novelas, en las cuales intenta dilucidar otros dilemas, no menos urgidos y dramáticos. Tal es el caso de Conversación al sur (1981), una ficción cruzada de referencias autobiográficas, en las que afronta el horror sin nombre de las dictaduras militares del Cono Sur. Su vinculación afectiva con el crítico uruguayo Angel Rama reafirmó sus convicciones americanas en un esfuerzo de comprensión mucho más justo y abarcador, tal como lo atestigua el volumen póstumo de 1994, Arte de América Latina, 1900?1980 y Hombre americano a todo color, de 1995, monografías sobre 15 artistas de todo el continente que terminan, para usar sus propias palabras, por trazar un "continente emocional".

El pugnaz lirismo de su estilo no oculta la solidez de su cultura y, leerla hoy en día, es no perder la energía esclarecedora de su mirada: nos enseñó a ver. A considerar el arte como un producto absolutamente necesario para subsistir.