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Memorias de África

Un notable texto que oscila entre la biografía y la historia, de Le Clézio, premio Nobel de Literatura 2008

Luis Fernando Afanador
7 de febrero de 2009

El africano
 J. M. G. Le Clézio
Adriana Hidalgo, 2008
145 páginas

En 1948, cuando tenía 8 años de edad, J. M. G. Le Clézio, llega con su madre y su hermano a Ogoja, Nigeria, en África Occidental, a reunirse con su padre, un médico especialista en enfermedades tropicales. Allí, aparte de su familia, sólo había ibos y yorubas. Y allí, descubre algo que no había visto con la claridad que se ve en África: el cuerpo, el magnífico impudor del cuerpo. “Sentía los cuerpos desnudos, brillantes de sudor, las siluetas anchas de las mujeres, los niños colgados de sus caderas, todo eso que formaba un conjunto coherente, desprovisto de mentira”.

Pero no todo fue cruda sensualidad y llanura sin límites. Su padre llevaba una vida austera y dura. Era el único médico en un radio de 60 kilómetros y le tocaba ser todero: desde atender partos hasta hacer autopsias, con mínimos recursos. La población más cercana con algunos servicios básicos –Abakaliki– estaba a cuatro horas de camino, luego de atravesar un inmenso río y una espesa selva. Nada que ver con la exótica vida colonial descrita en las novelas –vida que por cierto despreciaba– de sirvientes y apartheid. Aunque le gustaba su trabajo y tenía vocación de ayudarle a la gente, se había convertido en un hombre pesimista y sombrío. Y en un padre intolerante. O mejor: tenían un padre intolerante. Porque era la primera vez que los hijos, nacidos en Niza, tenían la oportunidad de verlo.

¿Era África la culpable? ¿Siempre había sido así? Poco a poco lo iremos sabiendo, de la mano del gran escritor que es Le Clézio. No estamos leyendo un libro de memorias al uso, preconcebido, lineal. El autor va en busca de su padre y de él mismo. Un material inasible, una figura en movimiento, elusiva, reacia a las palabras. Podría no encontrarlo (y no encontrarse). En los verdaderos viajes al pasado no existen los caminos pavimentados, seguros. Los recuerdos se superponen, en la espiral del tiempo las respuestas cambian. Y las historias personales se entrecruzan con la Historia en mayúsculas. Por esa razón encontraremos Áfricas distintas.

El padre nació en las islas Mauricio, y huyendo “del ambiente colonial” llegó a Londres para estudiar medicina en el hospital Saint Joseph. Habría podido dedicarse a curar gripes y resfríos en un consultorio; en cambio prefirió los leprosos, los palúdicos y las víctimas de encefalitis letárgica en el fin del mundo que un principio fueron los ríos de la Guyana inglesa y luego, en 1928, un lugar bajo mandato británico, en la franja quitada a Alemania durante la Primera Guerra Mundial que comprendía el este de Nigeria y el oeste de Camerún. El umbral de África y un lugar casi virgen donde fue feliz con su madre, una francesa de Bretaña: “Una África real, de gran densidad humana, doblegada por la enfermedad y las guerras tribales. Pero también fuerte e hilarante, con sus innumerables chicos, sus fiestas bailadas, el buen carácter y el humor de los pastores que encontraban por el camino”.

La guerra rompió ese sueño. La madre con sus dos hijos quedó en Francia, y él atrapado en Ogoja –ya no en las bellas mesetas de Camerún– sin poder verlos. Sin alicientes, se hundió en la soledad y el aislamiento y perdió la energía para afrontar el trato diario con las enfermedades y la muerte. Ese fue el hombre con que se encontraron en 1948; el que podía ser temible y castigarlos con golpes de cañas. El que se jubiló en 1950 y envejeció en Francia viendo tristemente cómo la independencia de los países africanos no los liberaría del hambre, la miseria, la corrupción y el dominio soterrado de la ex colonos.
En este bello libro, de una prosa tersa –por cierto muy bien traducido por Juana Bignozi–, la memoria individual ayuda a entender la memoria colectiva. La historia del padre da las claves para entender la de un continente y una época. Y la propia: reconciliarse con el padre es reescribir la vida ya sin sombras.