Home

Cultura

Artículo

perfil

Mestizaje a la japonesa

Sus novelas comienzan a ser conocidas y seguidas con fervor por el público lector en español. En inglés ya es una estrella. Tipos aburridos, gente que da vueltas alrededor de las relaciones; novelas mestizas en las que la trama es sólo el desosiego: Haruki Murakami, un japonés con vena de escritor norteamericano, admirador de Fitzgerald y Salinger.

Manuel Kalmanovitz G.*
15 de abril de 2006

En las novelas de Haruki Murakami los hechos son raros. Son cosas que están ahí, que pueden verse, aunque su significado es casi imposible de establecer. Siguiendo su ejemplo, uno puede decir sin lugar a mayores dudas que Murakami nació en Kyoto en 1949, hijo de una pareja de profesores de literatura japonesa. El problema es ver qué significa eso.

No se destacó en la escuela. Durante la adolescencia, rodeado de charlas de sobremesa de literatura japonesa, Murakami se rebeló bibliográficamente y se dedicó a leer los clásicos europeos del siglo XIX: Chejov, Dostoievsky, Flaubert y Dickens. Y luego llegaron los estadounidenses, las novelas populares y de ciencia ficción, Kurt Vonegut, Richard Brautigan, Scott Fitzgerald...

Las similaridades con Toru Watanabe, el narrador de su novela Tokio Blues, Norwegian Wood, son evidentes. En el libro, Watanabe recuerda con nostalgia que durante la universidad sus autores favoritos eran Truman Capote, John Updike, Fitzgerald y Raymond Chandler. Un mundo literario que lo apartaba de sus compañeros que leían a Kazumi Takahashi, Kenzaburo Oé y Yukio Mishima.

El refugiarse con los estadounidenses era, claro, una forma de escapar del Japón que lo rodeaba. Es una particularidad de la cultura estadounidense, eso de viajar a otros países y despertar en los nativos apetitos que antes no existían, el mostrarles que es posible existir de otra forma. Y aunque a veces esta idea a veces es puramente demagógica, mucha gente encuentra ahí una fuerza tangible, un pedazo de madera flotando en el mar después de un naufragio. Murakami se aferró a esa sensación de libertad. "Quería escribir algo internacional, dice. De chico, me gustaba ese estilo. Y todavía me gusta".

Mientras algunos escritores trataban de recuperar el mundo tradicional que desapareció tras la guerra, Murakami estaba sediento de mundo. "Después de la guerra y la modernización, los japoneses quedaron heridos, perdieron el sentido de pertenencia. Al recopilar y representar la belleza de la naturaleza del Japón, de los vestidos tradicionales, de la comida japonesa, trataron de reconstruir ese sentido de pertenencia", dice. Murakami se fue en dirección opuesta.

La atracción por la cultura estadounidense se hizo más profunda a los 14 años, cuando, tras ver un concierto de Art Blakey and the Jazz Messengers, se enamoró profundamente del jazz. A los 18 años se mudó a Tokio a estudiar cine y arte dramático en la universidad Waseda y a los 22 abrió un bar de jazz con su esposa, Yoko Takahashi, llamado Peter Cat, en honor a uno de sus gatos. Sólo después de siete años al frente del bar, en 1978, Murakami comenzó a escribir.

Según lo cuenta, la decisión de escribir llegó como llegan las cosas en sus novelas: de forma arbitraria e inexplicable, simultáneamente banal y trascendental. Sucedió una tarde de abril, en un partido de béisbol entre un equipo de Tokio y otro de Hiroshima. Sentado en las gradas, vio a Dave Hilton, un jugador estadounidense, conectar un doblete. Y ahí fue. Pensó que, al fin y al cabo, él también podía ser escritor. Camino a su casa compró pluma y papel y eso fue todo.

Seis meses después había terminado el borrador de su primera novela, Escucha el viento cantar (Hear the wind sing), con la que ganó el premio Gonzu de literatura para figuras emergentes. Después del premio y la publicación de varios cuentos, Murakami y su esposa decidieron vender el club de jazz y él se dedicó a escribir tiempo completo.

En 1980 publicó su segunda novela, Pinball 1973, y en 1982 su tercera, traducida al inglés como Wild Sheep Chase. Ahí el estilo Murakami ya se había definido. Protagonistas masculinos, ligeramente marginales, deprimidos, con un sentido precario de la realidad, rodeados de mujeres semiangelicales y enigmáticas que tratan de sacarlos del pozo negro en que se encuentran.

Los tipos también son orgullosos portadores de cierto desgano vital que llevan insolente y heroicamente y que inevitablemente recuerdan a Phillip Marlowe, el detective duro de Raymond Chandler (aunque sin su caballerosidad o su aire trágico). En el mundo de Murakami la anemia es lo único real. A estos tipos desganados les pasan las cosas más raras que uno pueda imaginarse, pero como nada les importa, no dejan mayor rastro. Son tipos de teflón. Y, como todo les resbala, no tienen ningún sentido trágico.

Por ejemplo, esto dice el narrador de Tokio Blues, Norwegian Wood: "En la segunda semana de noviembre había llegado a la conclusión de que una educación universitaria no tenía sentido. Decidí tomarla como un período de entrenamiento en técnicas para lidiar con el aburrimiento. No había nada que quisiera lograr en especial en la sociedad que me exigiera abandonar la escuela ahí mismo, así que iba a mis clases todos los días, tomaba notas y pasaba mi tiempo libre en la biblioteca leyendo o investigando cosas".

Y esto el de Wild Sheep Chase: "Acá estaba, en el centro de todo, sin la menor pista. En cada vuelta del camino había estado perdido, totalmente equivocado. Por supuesto, podría decir lo mismo de toda mi vida. En ese sentido, supongo que es imposible culpar a nadie".

Los hechos caen del cielo, como agua sucia. Y sus protagonistas escampan debajo de un toldo lleno de huecos, se quejan del olor, de la humedad, del toldo y del agua. Y luego siguen caminando, con las manos en los bolsillos, todos cool, acordándose de alguna canción gringa.

Como su héroe, Raymond Chandler, las tramas no son el fuerte de Murakami. La historia avanza a tropezones, posiblemente porque escribe capítulo a capítulo, sin preparar una estructura de antemano. "Es como una improvisación libre, explica. Eso es lo divertido de escribir una novela o un cuento, no saber lo que vendrá a continuación".

Entre los sucesos más bien aleatorios que suceden hay muchas descripciones memorables de paisajes y estados climáticos, por lo general teñidos de melancolía. Son, claro, preocupaciones arraigadas en diferentes tradiciones artísticas japonesas que Murakami revive a su manera. "Una camiseta esqueleto colgaba en una cuerda donde alguien había olvidado entrarla, ondeando en la brisa de la tarde como el caparazón abandonado de un insecto gigante". Y cosas asi.

Aunque la fórmula anémico-surrealista de Murakami estaba ya en su lugar, su mayor éxito en Japón llegó con Tokio Blues, Norwegian Wood, una novela más bien realista (su único intento en este género), en la que el narrador, de 37 años -la edad de Murakami cuando lo escribió- recuerda la triste historia de amor que vivió a los 19 años, cuando acababa de entrar a la universidad.

La escribió mientras vivía con su esposa en Italia, alejados de la cultura de masas japonesa que encontraban opresiva. "Soy un escritor, no necesito estar en ninguna parte. No tenemos hijos, somos sólo mi esposa y yo. Así que salimos. Sólo quería ser un individuo, ser independiente -que no es algo fácil en Japón-. En Europa o Estados Unidos es algo natural".

El libro se publicó en 1987 y vendió más de tres millones de ejemplares; un salto dramático para un escritor acostumbrado a vender 100.000 copias de sus novelas. Y el estrellato implícito en semejante popularidad fue demasiado para Murakami que debió dejar Japón una vez más. Esta vez terminó en Estados Unidos donde estuvo entre 1991 y 1995, primero como profesor invitado en Princeton (alma máter de su admirado Fitzgerald) y luego como escritor en residencia en la Universidad de Tufts, en Massachussetts.

En esos cinco años escribió dos novelas: Al sur de la frontera, el oeste del sol y Crónicas del pájaro que da cuerda al mundo. En 1995, tras el terremoto que devastó a Kobe y el ataque con gas sarín en el metro de Tokio, Murakami y su esposa sintieron la necesidad de volver a Japón.

Y al volver, impactado por el ataque de la secta Aum, se dedicó a entrevistar a cientos de personas que vivieron el ataque al metro de Tokio, tanto víctimas como miembros del culto apocalíptico.

Además de un libro, el resultado de las entrevistas fue una revaluación de la gente común, de las secretarias y los llamados salaryman, los tipos que se pasan sus vidas trabajando para una de las grandes empresas japonesas y que, años atrás, no despertaban más que desprecio en el joven Murakami. "Durante mucho tiempo ese tipo de persona no me interesó, pero después de las entrevistas sentí cierta empatía. Pude entender lo que son y cómo viven. Y eso me cambió un poco".

Desde entonces Murakami vive en Japón donde ya hace parte del canon de escritores nacionales, una sociedad a la que nunca le interesó pertenecer. Pero así es la historia, a todos agarra. Ahora ve su marginalidad juvenil replicada en cientos de muchachos y muchachas que sienten, como sintió él años atrás, que deben haber otras formas de existir. Y, para ver qué clase de vida es posible ya no necesitan partir de cero, no necesitan imaginarse, como tuvo que hacerlo Murakami, qué haría un tipo cool como Philip Marlowe atrapado en Kyoto. Ahí tienen en el escritor mismo un ejemplo de cómo es posible sobrevivir manteniendo su individualidad y construyéndose un lugar en una cultura mixta y caótica donde aunque los hechos no tienen sentido discernible, aún así siguen ocurriendo. X