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Mujeres de Babel - Prólogo

Toda la acción del Ulises de James Joyce, la obra que rompe en dos la literatura inglesa, transcurre durante un día. Desde las 8:00 de la mañana del 16 de junio de 1904, hasta las 2:00 de la madrugada siguiente. Este año se celebra en todo el mundo los 100 años del día de Bloom. Bajo el lema "México y Colombia unidos por James Joyce", las editoriales Taurus de Colombia y la Universidad Nacional Autónoma de México publican el libro Mujeres de Babel, de R.H. Moreno Durán.

R.H. Moreno Durán
13 de junio de 2004

Joyce significa alegría. Por lo mismo, regocijarse en Joyce, ¿no es tanto como regocijarse en la alegría? Esta tautología no debió serle indiferente a ese diestro y recursivo manipulador de palabras y etimologías y a la vez creador de ingeniosos neologismos que fue James Joyce, cuyo humor y permanente sentido lúdico desacralizan incluso las situaciones más dramáticas. Aunque alguna vez fungiese como profesor -de lenguas, por lo demás, y encima en tierra de infieles-, Joyce fue siempre un estudiante y toda su vida deambuló por un intrincado dédalo de inquietudes intelectuales que reaparecen y le dan sentido una y otra vez a su obra. Dueño de una hermosa voz de tenor, cabe preguntarse si Joyce cantó alguna vez el Gaudeamus Igitur, el himno estudiantil por excelencia, y cuya letra sugiere que no hay verbo sin alegría ni aprendizaje sin juego. En otras palabras, quienes nos regocijamos con Joyce -y entonamos el Joyceamus Igitur-, sólo emulamos la alegre picaresca de los joculators, los primeros estudiantes que convirtieron el conocimiento y la subversión en una pedagogía gozosa.

El hombre que inventó un idioma -el joycenglish- y que para darle forma a sus últimos libros entró a saco en la sintaxis y vocabulario de por lo menos sesenta y cinco lenguas, era algo más que un verbópata incorregible, era un visionario y un transgresor. Intuyó que violar el lenguaje era la mejor forma de liberarlo y salvarlo de las ortodoxias y los cánones y, también, una oportunidad para cederle el auditorio a un verbo hasta entonces inaudible: el habla inhibida o tímida o amordazada de la mujer. Pues gracias a la palabra, la mujer sobrevive a la larga y compleja noche que la engendra. Y la lengua por fin disuelta de la mujer anegó de margen a margen las dos novelas mayores de Joyce -Ulises y Finnegans Wake-, al tiempo que anticipó la gran emancipación de ese género que tiene como escenario el amplio lienzo textual del siglo xx.

Porque el jueves 16 de junio de 1904 no es sólo el día que registra la peregrinación del Judío Errante de la modernidad, como tantas veces se ha dicho, sino también la eclosión oral de una mujer que desde su adolescencia in partibus infidelium -pues no otra cosa era Gibraltar para esa «española que se olía a sí misma», concebida entre dos aguas por un oficial irlandés y una exótica joven judía- comprobó que en la soledad nocturna de su soliloquio el verbo se hizo carne y, sobre todo, confirmó con su experiencia que fuera de la carne no hay salvación.

Y precisamente, al dedicar su obra y destino a desentrañar los infinitos misterios del verbo, Joyce fue recompensado al permitírsele demostrar que todo en la vida es lenguaje, y que nada escapa del dominio de la semántica, lo que es tanto como decir que todo es semen, semilla, cópula, fecundación y vida. En consecuencia, palabra y carne se reafirman tan tautológicamente como el sujeto Joyce y el sustantivo alegría, y de ahí que las máximas creaciones literarias de este escritor confluyan en sendos espacios nocturnos donde mujer y lenguaje se identifican al verse reflejados en el mismo espejo: carne que monologa al ritmo de la sangre en Molly Bloom, carne que se verbaliza y fluye como un río en Anna Livia Plurabelle.

Porque la novela del siglo xx encontró su sentido y consolidación y también su punto de crisis en los dos hitos que estas dos mujeres encarnan: Molly, en 1922, cuando el mundo intenta recuperarse de una sangrienta conflagración mundial, y Anna Livia, en 1939, cuando pese a la dolorosa experiencia vivida el lado nefasto de la condición humana se prepara para otra conflagración. Durante las dos guerras -la de 1914, cuando comienza la redacción de Ulises, y la de 1939, cuando termina su Finnegans Wake- Joyce se refugió en Zurich, protegiéndose con palabras de la insensatez de quienes fueron incapaces de impedir la muerte colectiva. Golpeado por el peso de una realidad tan oprobiosa, el escritor intenta alcanzar y descifrar el cielo del verbo y para ello levanta los dos pilares de una nueva torre, que al estar esta vez construida con palabras de mujer le dio forma diferente y aun hoy vigente a la utopía. La legendaria torre con que se identifican los balbuceos de nuestra especie dejó de ser la arrogante Babel y se convirtió, gracias al aporte de Joyce, en un país de palabras femeninas -que bautizamos Babeldonia-, donde todo lo que se dice, así sea en el silencio de la noche, está preñado de significado.

Y esto es lo que convierte al jueves 16 de junio de 1904 en efemérides: la celebración, no como con agresiva exclusividad se creía hasta ahora, del día del errante Leopold, sino también, y de forma entrañable, el día de Molly, pues es seguro que cuando comenzó a hablarse del Bloomsday no se hacía referencia sólo a Leopold sino sobre todo a su apellido, ya que sin su mujer y sus hazañas en el lecho marital Bloom no habría florecido ni tendría sentido. Pues lo cierto es que esas palabras, tan femeninas y fecundas que ni siquiera necesitaron traspasar los labios que las concibieron en la soledad de la mente confirman su perdurabilidad, y en medio de su aparente desorden imponen orden en el mundo caótico de quienes con sorpresa las escuchan e intentan comprenderlas. Lejos de cualquier intención blasfema, al devoto lector que se rinde ante Molly y su efervescente monólogo sólo le cabe suplicar:

¡Hágase en mí según tu palabra.!

Valle de Los Alcázares, mmiii

Capítulo

Silencio, exilio, astucia


Fiel a los cánones de la novela de formación, el héroe de Retrato del artista adolescente decide abordar por cuenta propia su destino cuando descubre que la lección del maestro ha terminado. Liquidados los años escolares, el neófito opta por hacerse artista y emprende sus años de peregrinación. Y este es el momento en que Dedalus proclama la convicción que funde vida y obra futuras: «No serviré por más tiempo a aquello en lo que no creo, llámese mi hogar, mi patria o mi religión. Y trataré de expresarme de algún modo en vida y arte, tan libremente como me sea posible, usando para mi defensa las solas armas que me permito usar: silencio, exilio y astucia».

¿Pero qué es lo que precede a semejante declaración? La novela de Joyce aborda la vida de Dedalus desde su más temprana infancia, en una Irlanda enfrentada a los debates más crudos sobre el nacionalismo, el odio contra todo lo que invoque el imperialismo inglés y el papel que en tal orden de cosas representa la Iglesia católica, sobre todo en lo pertinente a la suerte de Parnell, el líder traicionado por la Iglesia, que lo juzgaba blasfemo y adúltero. Este ambiente ya estaba descrito admirablemente en el cuento «Día de la hiedra en el Comité», aunque en su primera novela Joyce echa más leña al fuego. Por ejemplo, cuando Dedalus, contra los excesos del fanático nacionalismo irlandés, define a su patria: «Irlanda es una vieja marrana que devora su propia cría». De más está comprender la furiosa reacción que tales conceptos desataron entre sus compatriotas, aunque Joyce nunca se desdijo ni se abstuvo de ratificarlos cuando las circunstancias así lo exigieron. Es más, en uno de sus ensayos más largos -«Irlanda, isla de santos y sabios» (1907), que forma parte de sus Escritos críticos-, afirma que Irlanda es una «tierra destinada por Dios a ser la eterna caricatura del mundo serio.»

La minuciosa experiencia espiritual y humana de Dedalus es rastreada durante casi veinte años por la evocación del autor. Tal experiencia se reparte entre los datos empíricamente comprobables de su propia vida, los eminentemente ficticios y los presupuestos de orden estético en los que las convicciones de autor y personaje se funden e ilustran las ideas de un escritor ya maduro y a punto de emprender su obra maestra. De los cinco capítulos que conforman Retrato del artista adolescente tal vez los más significativos son el ii (donde se narra la caída del héroe), el iii (que describe la dolorosa expiación) y el v (que anuncia la perspectiva de la salvación por el arte). En efecto, el proceso que arranca al adolescente de los brazos de los jesuitas y lo libera merced a la epifanía que le revelan la poesía y el arte es admirable, aunque en todo sigue las pautas religiosas de culpa, absolución y gracia. Ya en los claustros estudiantiles el muchacho «gemía como una bestia fracasada en su rapiña. Necesitaba pecar con otro ser de su misma naturaleza, forzar a otro ser a pecar con él, regocijarse con una mujer en el pecado». Una prostituta lo libera de los apremios de la lujuria y un monje capuchino lo absuelve de las compulsiones morales que tal hecho le producen. Elige a un capuchino, pues sabe que los jesuitas no respetan el secreto de confesión y que, al contrario, sobre la manifestación y tráfico de tales secretos edifican gran parte de su poder. Y cuando descubre que tampoco las compulsiones morales merecen ser tomadas en cuenta ante los asedios del sexo asume la decisión de canalizar sus sueños y verdades a través del arte. Todo esto confluye en el capítulo v, uno de los más elocuentes de la literatura del siglo xx.

En este punto, ya el artista ha escuchado gravitaciones insólitas en los juegos onomásticos con que sus compañeros rodean su nombre: Stephanos, Bous Stephanoumenos, Stephanephoros. También el joven es consciente de las posibilidades del lenguaje, al discutir con su decano sobre filología y al dejarse cautivar por el hechizo etimológico y eufónico de la palabra marfil (ivory, ivoire, avorio, ebur). ¿Intuye ya la noble metáfora «torre de marfil» con que se identifica el enclaustramiento del verdadero artista? No hay que olvidar que Música de cámara es un tributo joyceano a la poesía simbolista y que ese poemario es coetáneo a la redacción de su primera gran novela. El juego verbal, auspiciado por la aplicación práctica de una bien sostenida preceptiva estética, aparece en este libro con todo el vigor que en la obra siguiente deslumbrará al mundo. Discute y rebate las poéticas de Aristóteles y Tomás de Aquino y se detiene en el esplendor de la estética de Gotthold Ephraïm Lessing: «El Laocoonte me interesó mucho cuando lo leí. Claro que es idealista, germánico, ultraprofundo.»

A tenor del escritor alemán, Dedalus formula nuevas interpretaciones sobre lo que significan en poesía la lírica, la épica y la dramática. Y es en este orden de especulaciones cuando el artista se encuentra con un admirable precedente de lo que en el futuro hará Joyce mismo: el origen del monólogo interior en la balada inglesa Turpin Hero -no olvidemos que Esteban, el héroe era el título inicial de una obra escrita en 1902, archivada y reemplazada por lo que luego sería Retrato del artista adolescente-: «La forma narrativa ya no es puramente personal. La personalidad del artista se diluye en la narración máxima, fluyendo en torno a los personajes y a la acción, como las ondas de un mar vital. Esta progresión la puedes ver fácilmente en aquella antigua balada inglesa, Turpin Hero, que comienza en primera y acaba en tercera persona». Es lícito ver aquí la definición del monólogo interior que hará mundialmente célebre el capítulo final de Ulises pero también el río filológico que fluye y refluye -el corsi e riccorsi de Vico- en la abismal aventura textual de Finnegans Wake. El artista consigue intuir que su obra está por encima de la moral y las convenciones sociales y que de por sí ella misma instaura una nueva ética. El amor, el dolor, la penuria y las miserias humanas e históricas son cosas contingentes ante las cuales el artista no debe vacilar: la obra es su fin, la calidad y la belleza sus metas. Por eso, en el penúltimo día de su Diario, el artista registra su deseo y su credo, que son los mismos que asumió Joyce hasta el día de su muerte: «Bien llegada, ¡oh vida! Salgo a buscar por millonésima vez la realidad de la experiencia y a forjar en la fragua de mi espíritu la conciencia increada de mi raza.»