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El cineasta japonés Takeshi Kitano conduce a sus personajes, como un titiritero, por la ceguera del enamoramiento. ***1/2

Ricardo Silva Romero
20 de junio de 2004

Título original: Dolls.
Año de producción: 2002.
Dirección: Takeshi Kitano.
Actores: Miho Kanno, Hidetoshi Nishijima, Tatsuya Mihashi, ChiekoMatsubara, Kyôko Fukada, Tsutomu Takeshige, Nao Omori.

Antes de que todo comience, antes de que aparezcan los créditos y seamos testigos de las tres perturbadoras historias de amor de Dolls, un público como nosotros contempla la puesta en escena de una tragedia protagonizada por las marionetas ancestrales del teatro Bunraku. Y, aunque no conocer las claves de ese tipo de representaciones no llegue nunca a afectar nuestra experiencia frente a la película, aunque sea evidente que se nos cuentan enamoramientos que podrían ocurrir en cualquier lugar del mundo, lo primero que se piensa es que quizás sea bueno saber algo sobre ese tipo de montajes. Por lo menos, que el Bunraku, otra firme tradición de la dramaturgia japonesa (Chikamatsu Monzaemon, en la Osaka de finales del siglo XVII, fue fundamental en su desarrollo), deja sus relatos en manos de una serie de títeres de un metro de altos, vestidos con trajes luminosos, cuya elaboración misma es considerada un gran arte. Y que cada muñeco es manipulado por tres hombres visibles -cuya presencia innegable, gracias a años de entrenamiento, no distrae la atención-, mientras un narrador, bajo cierto acompañamiento musical, hace las voces de todos los personajes.

Los seis protagonistas de Dolls, hombres y mujeres de carne y hueso, tienen algo de marionetas. Son, por supuesto, títeres de un enamoramiento que les hace imposible sentir alguna otra emoción: los dos amantes condenados a errar por las cuatro estaciones, atados el uno al otro de los pies con un lazo rojo (en Japón se dice, cuando una relación no termina, que se encuentra amarrada con un lazo rojo), tratan de reparar un romance que se vino abajo cuando él aceptó casarse con la hija de su jefe; el yakuza nostálgico, en medio de una brutal guerra entre mafias, quiere recobrar la imagen de la mujer que 30 años atrás le llevaba el almuerzo al parque como si esa fuera su única función en la vida; la cantante pop en el punto culminante de su carrera -que durará, como las de todas las estrellas fabricadas, unos seis años- aspira descubrir, en medio de su horrible drama personal, la más conmovedora acepción de la palabra 'fanático'.

Sí, es un amor desmedido, el famoso "amor que nunca muere", lo que obliga a los personajes de Dolls a tomar las terribles decisiones que toman. Pero es el director de la película, el cineasta japonés Takeshi Kitano, comediante en vivo, actor de cine y televisión, célebre autor de Hana-Bi y El verano de Kikujiro, quien los somete, como un pintor indiferente al cansancio de sus modelos, a aquellos largos vía crucis en exuberantes paisajes sin salida. La película se toma su tiempo: eso es. Y si uno se empeña en verla como una aventura cualquiera, si uno no se entrega a la asombrosa belleza de sus imágenes (Kitano es, igual que los grandes cineastas de la historia, un hombre que piensa encuadre por encuadre), corre el riesgo de perder dos horas de su tiempo.