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Pacheco, autor de una treintena de obras, entre novelas, poemarios y ensayos, murió la semana pasada después de una caída en su casa.

OBITUARIO

Un poeta del tiempo

Murió José Emilio Pacheco, uno de los intelectuales más queridos de México. A pesar de la trascendencia de su obra, siempre mantuvo un bajo perfil.

1 de febrero de 2014

El 21 de abril de 2010 José Emilio Pacheco dejó en la Caja de las Letras del Instituto Cervantes una serie de objetos para ser abiertos cien años después de su muerte y dijo: “Para que quien abra esto en cien años sepa quién fui porque no creo que nadie recuerde mi obra”. La posteridad es impredecible pero por lo pronto habría que decir que a él, además del mundo de las letras, lo recuerdan todavía los jóvenes de México por la canción Las batallas del grupo musical Café Tacvba que aparece en la película Mariana, Mariana, basada en su novela Batallas en el desierto. Y también por su popularísimo poema Alta traición, que ellos saben de memoria y recitan de rodillas: “No amo mi patria. /Su fulgor abstracto/ es inasible. /Pero (aunque suene mal) / daría la vida/ por diez lugares suyos, /cierta gente, /puertos, bosques de pinos, /fortalezas, / una ciudad deshecha, /gris, monstruosa, / varias figuras de su historia, /montañas/ -y tres o cuatro ríos”.

La obra de José Emilio Pacheco (1939), con 30 libros, abarca todos los géneros literarios y aún otros: poesía, ensayo, novela, cuento, teatro, crítica, guion cinematográfico, crónica y periodismo, los cuales combinó con la cátedra universitaria y la traducción. Además, participó en varias revistas y suplementos. Al igual que sus compatriotas Alfonso Reyes y Octavio Paz fue un verdadero humanista. Así lo consideraba Sergio Pitol: “Como los hombres del Renacimiento, intuyó muy pronto que la sabiduría consiste en integrar todo en todo, lo grandioso con lo minúsculo, el hermetismo con la gracia, lo público con el sigilo”.

No me preguntes cómo pasa el tiempo se titula uno de sus libros. Su obsesión fue la fugacidad de la historia, la fugacidad de todo. Eso no lo atormentaba, al contrario: le parecía que la función de la palabra no era perdurar sino acompañar y, acaso, dar cuenta de esa fugacidad. Nada permanece, ni siquiera el poema: “Dentro de poco tiempo estos poemas/ sonarán más ridículos que ahora. / Como no hay fijador en el mercado/ se irán desvaneciendo mis palabras, / instantáneas caducas mal tomadas”. La idea no es novedosa, lo novedoso es la actitud. No hay ninguna tragedia, no hay lamento ante ese hecho. Así es la vida, así debe ser la poesía: “Todo poema es un ser vivo: / envejece”. Por eso todos los poetas, los antiguos y los modernos, los malos y los buenos, son poetas de transición. Leyendo a los bardos del pasado, ve claramente cuál será el destino de su poesía: “Lo cursi es la elocuencia que se gasta. / No te preocupes/ si sonreímos con tus versos dolientes / y nos sentimos hoy por hoy superiores. / Tarde o temprano/ vamos a hacerte compañía”. Tarde o temprano, por cierto, es el nombre que le dio a su poesía reunida, que nunca osó llamar ‘obra completa’. Con muchísimo gusto, le dejó a otros escritores la labor de hacer ‘el gran poema’ o ‘la obra rotunda’: “A mí solo me importa el testimonio del momento inasible”.

No le gustaban las entrevistas porque no creía que pudiera dar un consejo y “todo sucede entre iguales, todo se hace entre todos”. De ahí su célebre texto Carta a George B. Moore para negarle una entrevista, en la que terminaba reivindicando el anonimato: “Si le gustaron mis versos / qué más da que sean míos / de otros / de nadie”. En el último cuento de El principio del placer, el protagonista toma un barco en Cuba en 1912 y llega a Veracruz en 1982. Dura setenta años –casi la edad de Pacheco al morir– para un trayecto normal de tres o cuatro días. “El mundo ha cambiado, él no. ¿Cómo vivir en un tiempo que ya no es suyo? Igual con la obra de Pacheco, que parece recién escrita mientras que todo a su alrededor se ha ido transformando”, dice el también escritor mexicano Álvaro Enrigue.