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PABLO SOLANO

Una sutil visión de los orígenes precolombinos.

30 de agosto de 1982

"Pablo empieza bien", decía su madre. "Pero después...", y hacía el gesto de consternación de quien contempla una infinita desgracia, porque después, en vez de las figuras femeninas, tristes, alargadas a lo Modigliani que Pablo Solano pintaba cuando era muy joven y estaba en París, lo que iba apareciendo en la tela no tenía para ella pies ni cabeza: sutiles huellas de araña, pólipos, jeroglíficos sobre unas texturas trabajadas con la modesta tenacidad con que el tiempo quema una teja o las lluvias de muchos años fatigan un muro.
De París a Paipa. La fórmula de algún hombre público colombiano, que no soportaba las pretensiones provincianas de la Bogotá de su tiempo, se ajusta a la curiosa carrera de Pablo Solano. De niño vivió en Burdeos y Amberes, donde su padre, el escritor Armando Solano, desempeñó funciones consulares. A los dieciocho años estaba en París, pintando ya, un poco a tientas, sin saber todavía qué decir. De sus primeros pinitos figurativos no queda nada, porque fue una etapa de iniciación muy breve, que no tardaría en ser desalojada por unas composiciones asbtractas influidas por Klee.
Cosa para él incomprensible, tuvieron éxito: entre sus amigos -aquí y allá, en París, cada uno conserva fervorosamente su Solano de rigor- pero también en galerías que andaban siempre tratando de atraparlo.
Inexplicablemente dejó todo aquello para venirse a Colombia. Inexplicablemente dejó por largos años de pintar, para ocuparse de otras cosas: de buscar artesanías indígenas por todo el país, de sembrar lechugas a orillas del lago de Sochagota y hasta de cuidar los asuntos administrativos de su pueblo, Paipa, como alcalde y concejal.
Cuando todo el mundo había puesto una cruz sobre su antigua vocación de pintor, Pablo Solano resucitó artísticamente hace dos años con una espléndida exposición organizada en Bogotá por la galería Témpora, cuyas directoras lo descubrieron y adoptaron. Fue una revelación. Años de reflexión íntima y de contacto con el mundo de los ancestros boyacenses, estaban en aquellos "collages" en los signos de "Ciudad perdida", en sus menudos y trabajados jeroglíficos. Solano, el más íntimo de nuestros pintores, expresa una cultura que viene de lejos, la misma que, sorprendidos, descubren los turistas en el Museo del Oro.
Nada de estridencias, nada de agresiones, nada de anécdotas, nada de humor fácil, de la violencia o el erotismo que impregna el mundo de nuestros figurativos, sino un mundo de signos, de texturas, de alusiones: mensajes en código que quizá tarden en llegar al gran público porque vienen de muy lejos, de muy hondo. "A decouvrir", dicen los franceses.