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Crearon las grandes historias de la literatura pero en la mente de los escritores también han quedado mucha ideas que no han podido narrar.

25 de septiembre de 2000

Leopoldo Ralón, salido de la mente del escritor Augusto Monterroso, leía durante todo el día, criticaba los periódicos, asistía a conferencias, tomaba notas para sí mismo pues pensaba que cada situación que observaba era el comienzo de un cuento. A-puntaba en sus papeles todo lo que se le venía a la cabeza, como cuando se le ocurrió escribir sobre un médico que se pensionó en el mismo edificio donde hizo sus estudios: “Consultar si un cuento sobre un médico así no ha sido escrito. En caso negativo, reflexionar sobre el tema y trabajarlo”, anotaba. Pero esa idea lo llevaba a otra y a otra, y así sucesivamente, sin darse cuenta de que ya tenía miles de cuentos por hacer. Se documentaba sobre los temas, los moldeaba en su mente pero nunca los escribía.

Esta historia de ‘Leopoldo (sus trabajos)’ que hizo célebre Monterroso no dista mucho de la ironía que enfrentan los grandes escritores: han dado a luz grandes historias pero muchas otras sólo se quedan en sus mentes o en viejos cuadernos de notas. Vivieron convencidos de que tenían grandes relatos pero nunca supieron cómo escribirlos. Y en ocasiones, cuando sí lograron terminarlas, prefirieron no publicarlas por diversos motivos.

Para no ir muy lejos Gabriel García Márquez confesó en el prólogo de sus Doce cuentos peregrinos que a partir de la idea de escribir sobre la suerte de latinoamericanos en Europa duró más de dos años tomando notas sobre ideas relacionadas con ello y alcanzó a tener 64 temas. “Sólo me faltaba escribirlos”, dice. Una vez decidió hacer una serie de cuentos cortos con el mismo estilo y unidad consiguió sólo los dos primeros. Después encontró mucha dificultad en continuar en este empeño. “No rompí los borradores y las notas pero hice algo peor: los eché al olvido”, afirma el Nobel. Sin embargo sí los perdió. Todas las notas terminaron en la basura accidentalmente. Acudió a su memoria para recuperarlas y sólo consiguió salvar 18. Aún así sólo concibió los 12 que hoy se conocen. Cuarenta y ocho historias se quedaron sin escribir. De allí que advierta al final del prólogo: “Para estos 12 cuentos peregrinos terminar en el cesto de los papeles debe ser como el alivio de volver a casa”.

El mismo García Márquez confesó alguna vez que el mejor título para un posible libro de cuentos que nunca escribió era En los días que uno tras otro son la vida, haciendo referencia al famoso verso del poeta Aurelio Arturo. Precisamente el autor de Morada al sur también tuvo que afrontar esta paradoja. Muchas veces les comentó a sus más cercanos amigos su obsesión por escribir un poema épico, similar a La Odisea, basado en el descubrimiento de América, en todas las peripecias que superó Colón para llegar a su destino sin ser consciente del gran hallazgo que había encabezado. Al filósofo Danilo Cruz Vélez le confesó el título: La Aventura. Pero jamás lo escribió.

Al respecto hay numerosos ejemplos. Es sabido que Ernesto Sabato siempre ha tenido la manía de quemar en las tardes todo lo que escribe en las mañanas. Incluso pensó hacerlo con Sobre héroes y tumbas, una de sus obras más elogiadas. En su libro Antes del fin asegura que hubo muchas veces en las que se arrepintió. “Son obras que hoy recuerdo con nostalgia”, afirma al referirse especialmente a las novelas El hombre de los pájaros y a La fuente muda, título que tomó de un verso de Antonio Machado. De esta última, confiesa, quedan algunos capítulos y unas pocas ideas que seguramente no se concretarán nunca.

Algo similar le ocurrió a Franz Kafka, quien en vida no publicó ninguna de sus novelas. Luego de su muerte se halló un papel escrito a mano y dirigido a su amigo Max Brod que rezaba lo siguiente: “Aquí está, querido Max, el último favor que te pido: todo lo que pueda encontrarse en lo que dejo tras de mí (en mi biblioteca, en mi armario, en la mesa del despacho, en la oficina, o en cualquier otro sitio), me refiero a cuadernos, manuscritos, cartas personales o no, etc., debe ser quemado sin excepción ninguna y sin leerlo”. De no ser porque Brod no cumplió con la petición poco se conocería del gran legado de Kafka.

Juan Rulfo alcanzó a entregar a sus editores un borrador de su segunda novela y cuando se arrepintió de hacerlo les pidió que se la devolvieran para trabajar en unas supuestas correcciones. Una vez la tuvo en sus manos de nuevo se encargó de destruirla para que nadie más pudiera tener acceso al borrador.



Páginas inconclusas

Dichas actitudes se deben en gran parte a la vanidad y al perfeccionismo de escritores que nunca están conformes con su labor. En algunos casos la idea del posible cuento o novela es tan buena que al escribirla pierde todo su encanto. O simplemente se tiene tan clara que a la hora de llevarla al papel no hay palabras que pueden decir realmente lo que se quiere.

El argentino Adolfo Bioy Casares dejó consignado en sus memorias que hasta 1932 había trabajado en una novela sobre la vida de un inmigrante español en América que dejaba y retomaba inconstantemente pues no se sentía cómodo. “Lo titulé la ‘Inauguración del espanto’, tomando en broma y a la tremenda el largo período 1929-1940, de libros que no concluí y de libros que no debí publicar”. También confiesa que la redacción de un libro que se llamaría Irse se convirtió en un verdadero dolor de cabeza. Fue cuando optó por escribir otro argumento de novela, Una torre en el aire, con un desenlace parecido al de Irse. Al final dejó los dos proyectos a un lado, “era muy difícil acrobacia para un jinete de un mismo nombre: cabalgar en dos caballos”.

Raymond Carver ha dicho que en la elaboración de un cuento suyo que transcurre en un hipódromo necesitó estar cerca de la multitud y de los altoparlantes para echar a andar la escritura. “No voy a decir que el cuento estaba esperando a que lo escribieran… Pero yo necesitaba algo, en el caso de este cuento específico, para sacarlo adelante”, afirma Carver. Esta iniciativa es apenas el acto de un escritor que presintió que el cuento podría no llegar a concebirse. Seguramente las grandes plumas de la literatura tuvieron que enfrentarse al debate de cómo concretar el sinnúmero de temas que los asaltaba.

Tanto es así que ellos mismos han escrito cuentos enteros sobre el dilema de escribir. Es el caso de Mario, personaje de Julio Ramón Ribeyro, quien no ha escrito nada desde cuando era joven, en el momento que lo tildaron “promesa de la literatura”. Sólo ha escrito la primera página de su novela y se fue en busca del lugar perfecto para terminarla. Soñaba con una playa, un pueblito y terminó finalmente en un tranquilo hotel, con la privacidad que necesitaba. Pero surgieron todo tipo de situaciones que día tras día distrajeron su atención y no pudo realizar su tarea. Al final optó por una sabia decisión:“Tirando en su valija sus enseres descendió a la recepción, pagó la cuenta y tomó un taxi en la carretera. Llegó a Miraflores al anochecer. Dejando su equipaje en un rincón encendió todas luces de su departamento, abrió de par en par la puerta y las ventanas, colocó a todo volumen un disco en el aparato, se sirvió un trago y sentándose en su butaca se puso a esperar a sus amigos”.

Un destino no muy diferente al de Leopoldo el de Monterroso. Cuando se propone escribir un cuento sobre un puercoespín y se dice a él mismo:“Iré al campo para documentarme. ¡Un viaje al campo¡ Qué hermoso cuento podía escribir”.