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Palabras de maestros

Una selección de los discursos de 11 premios Nobel de Literatura

Luis Fernando Afanador
22 de septiembre de 2003

En el siglo XIX, un período de esplendor para la novela, hubo quizá 10 novelistas importantes. Ahora, esta significativa cifra constituye apenas el número mensual de novelistas que una sola editorial puede lanzar en un mes. Todos, por supuesto, son promocionados como "revolucionarios" e "imprescindibles". Y, aunque sospechemos que no es cierto -los "imprescindibles" muy pronto son reemplazados por otros-, nada parece detener ese ilusorio y veloz auge de "nuevos" autores y publicaciones.

Dicho fenómeno, extensivo desde luego a todos los campos artísticos, tiene una explicación económica: el capital debe circular lo más rápido posible. La producción social de un artista es un proceso lento y aleatorio y el capital, demasiado impaciente y deseoso de reproducirse, no está dispuesto a esperar. Además, es fácil inventar un artista. En ausencia de la crítica -la academia anda extraviada en sus solipsismos narcisistas- buenos son los medios de comunicación. Y en un mundo que es implacable con los no famosos, hay muchos anónimos dispuestos a exhibir sus sentimientos.

El tiempo, lo saben los buenos lectores, se encargará de expulsar a los mercaderes del templo. Más temprano que tarde, lo auténtico se impondrá. Cita dentro de 50 años, solía decirles Roberto Arlt a los escritores de moda. Sin embargo, a veces es tan grande la avalancha de hojarasca, tan difícil tener que escoger entre miles de obras, que hasta el lector más baquiano vacila.

Por eso, es reconfortante leer este libro. Once Premios Nobel -cinco poetas y seis novelistas- nos muestran lo que es un escritor de verdad. El discurso de aceptación de un premio puede convertirse en algo formal o retórico, pero en este caso, la obligación de sintetizar una vida de trabajo y la atención privilegiada que suscita la entrega de los nobeles -la oportunidad única de dirigirse urbi et orbi-, hacen de sus textos un compendio de sabiduría y de referencia necesaria sobre los valores irrenunciables del arte. (La mayoría de ellos se publican por primera vez en español gracias al esfuerzo de la Fundación Común Presencia).

Para Joseph Brodsky -el suyo es uno de los más brillantes discursos-, si el arte enseña algo, es la singularidad del ser humano. Frecuentarlo nos vacuna contra la masificación. Allí donde el arte ha pisado, donde un poema ha sido leído, no hay lugar para la unanimidad ni para el consentimiento anticipado. En los pequeños ceros con los cuales "los campeones del bien común" tienden a operar, el arte introduce un punto, una coma, un menos, y transforma cada cero en un pequeño ser humano. El lenguaje es algo más antiguo y duradero que cualquier forma de organización social. Si la filosofía del Estado es el ayer, la del lenguaje y la literatura es el hoy, e incluso el mañana, cuando el sistema político es caduco. Uno de los méritos de la literatura es ayudar a las personas a hacer el tiempo de su existencia más específico, a distinguirse de la multitud y dejar de ser 'víctima de la historia'. Tal vez la belleza no salvará el mundo, como quería Dostoieski -probablemente es muy tarde para el mundo- pero en el arte para cada uno siempre habrá una oportunidad: "Si lo que nos distingue de otros miembros del reino animal es el habla, entonces, para decirlo francamente, la literatura es el objetivo de nuestra especie y la poesía, en especial, porque es la más alta forma de expresión".

Yasunari Kawabata describe con gran precisión la visión de mundo de los japoneses y su intenso sentido de la belleza. V.S. Naipul -en otro memorable discurso- hace un recuento de los avatares de su obra, indisolublemente ligados a la búsqueda de sus raíces culturales. El egipcio Naguib Mahfouz, con la autoridad que le da ser el hijo de dos antiquísimas civilizaciones -la faraónica y la musulmana- les reclama a los países desarrollados su pasividad en las miserias del Tercer Mundo. Bien sea desde el esteticismo o desde el compromiso, todos nos recuerdan el sentido trascendente, no perecedero, que debe tener el escritor.