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Gustavo Álvarez Gardeazábal, el hombre que quiere descansar entre Tomás Carrasquilla y Jorge Isaacs. | Foto: Cortesía

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Gardeazábal, el gurú de las palabras de fuego

Escritor, político y figura de los medios, el autor de Cóndores no entierran todos los días es dueño de una vida intensa y amigo del escándalo. Este es el perfil de un hombre que en la noche de este martes 26 de noviembre, inaugurará su tumba en el Cementerio San Pedro, de Medellín, donde descansará un día entre Tomás Carrasquilla y Jorge Isaacs.

26 de noviembre de 2019

Por John Saldarriaga*

Durante más de 950 días que permaneció preso Gustavo Álvarez Gardeazábal, su compañero sentimental —o su amante, como al escritor le gusta decirle—, Alfredo Saldarriaga, pagó el canazo con él, a pesar de no haber sido condenado. Desde el 8 de mayo de 1999 hasta el 22 de diciembre de 2001 pasó las 24 horas de cada día, los siete días de cada semana y los 30 días de cada mes a su lado, sin una queja, sin una muestra de desmayo, y solo se alejaba un momento de vez en cuando para ir a casa a cambiarse de ropa.

De esta manera, el roquero nacido en San Pedro de los Milagros, pueblo lechero de Antioquia, con quien anda el escritor desde una noche de 1988 cuando sobraron los tragos bien cantados en el bar Metrópoli de Tuluá, le había mostrado finura, que es la manera como los pillos que deambulan por algunas novelas de Gardeazábal deben decirle a la lealtad.

El tulueño más famoso de la historia no hubiera podido hallar a alguien mejor que a este artista para evitar que en reclusión, en el Centro de Formación Policial Simón Bolívar del Corazón del Valle, las horas parecieran años, como dice la canción de Daniel Santos, especialmente en los primeros días cuando el autor estaba atormentado por las circunstancias y sentía que su vida se le había convertido en un caos. No podía alejar de su mente la idea de que su condena por enriquecimiento ilícito —lo acusaron de recibir dos cheques del narcotraficante Miguel Rodríguez Orejuela, capo del cartel de Cali, uno de cinco millones de pesos en 1990 y el otro de siete millones de pesos dos años después, por el pago de una escultura— no era más que una patraña de sus enemigos para truncar su carrera política que había sido vertiginosa: en poco más de 20 años que van de 1978 a 1999, había sido Concejal de Cali, Diputado a la Asamblea del Valle, Alcalde de Tuluá y Gobernador del Valle, y en sus planes estaba el llegar algún día, que no se veía lejano, a la Presidencia de la República. Y está bien que sigue convencido de que ese fue el verdadero motivo de su presidio, pero la herida ya cicatrizó.

Alfredo le ayudó a sobrellevar esas decepciones, porque él es un hombre orquesta como suele decirse: interpreta instrumentos musicales, entre ellos la dulzaina con gran dominio, es bailarín, pintor y aficionado impenitente a la gastronomía del país y el mundo.

¿Cómo ha soportado Alfredo a Gardeazábal desde los 18 años, sabiendo que no es un tipo fácil de sobrellevar? El escorpión de su signo le clavó el aguijón e inoculó su veneno el 31 de octubre de 1945 y hace que tenga su geniecito, según dicen los más cercanos.

—¡Yo también soy escorpión! —Se apresuró a aclarar Alfredo—. Soy del 4 de noviembre. Y siempre se ha sabido que dos escorpiones se la llevan de maravilla o se matan; una de dos. —Y para agregar humor a la respuesta, el sampedreño complementó—: además, sé artes marciales. Soy cinturón negro en hapkido. Puedo inmovilizar a cualquier payaso en un segundo. —Luego, en voz más baja, dijo—: Es broma: las artes marciales se estudian, paradójicamente, para no pelear.

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Alfredo cuenta que lo que más le aterra a Gardeazábal es, además de la mentira y el engaño, que lo ponen de un genio infernal, la impuntualidad. De inmediato respiré tranquilo al recordar que no lo hice esperar ni un solo minuto en la salita de visitantes del primer piso del hotel Intercontinental de Medellín, en la mañana del domingo, un día después de que conversáramos sobre Las guerras de Tuluá, en la Fiesta del Libro. Eran las 7:29 cuando decidí levantarme de una de las salas de estar, dar una vuelta por los corredores o preguntar por él en la recepción. No hizo falta; lo vi sentado con una pierna encima de la otra, en una sillita apartada del movimiento general, hablando por teléfono. Cuando me acerqué, me hizo señas con la mano libre, la izquierda, para que lo esperara un momento. Daba instrucciones para que ayudaran a un extrabajador de su finca El Porce, que había sufrido un accidente viajando en un bus por carreteras del Sur del país ese fin de semana. “Hay que ayudarle”, me dijo después. “Tal vez el Seguro Obligatorio del automotor cubra algunas cosas, pero hay que ayudarle”.

Ese hombre de movimientos pensados, cara más bien redonda y afeitada, cabello encanecido siempre peinado y 1,70 de estatura se puso de pie. Bajamos al restaurante por unas escaleras de piso de mármol y granito pulido que estaban detrás de la silla en la que había estado sentado. Quedamos de inmediato en el inmenso comedor. Saludó a los meseros. Huésped habitual cada vez que tiene cita médica o es invitado a actividades literarias, Gardeazábal es un sujeto querido y respetado entre los empleados del hotel, quienes, a su paso, no desdibujaban una sonrisa de sus rostros ni le rebajaban el título de maestro.

Caminando despacio, más para tener tiempo de mirarlos a todos, empleados y comensales, a los que estaban cerca y a los que estaban más retirados, devolverles una sonrisa generosa y saludarlos con movimientos de mano y gestos de cabeza, fue a buscar una mesa del interior del comedor cercana a la ventana que da al patio con prados, árboles de sombrío y la piscina. Como siempre lo he visto, estaba de un humor estupendo. Ignoro por qué dirán eso de su “geniecito” y lo del “aguijón de su signo”. Tal vez sea distinto viéndolo a diario. Comentó que aún no tenía claro qué desayunaría, pero que primero pediría un caldo, porque la noche anterior se había tomado “tres copas de un vino italiano excelente” en un restaurante francés “muy lujoso, aunque increíblemente económico”, adonde lo invitaron dos sobrinos. Una camarera se lo trajo en breve.

El Gurú

Gustavo Álvarez Gardeazábal, una de las figuras públicas más reconocidas del país por la agudeza de su pluma, la misma que lo llevó a escribir uno de los clásicos de la literatura colombiana, Cóndores no entierran todos los días; por sus comentarios ácidos sobre política, economía, vida social y literatura en radio, prensa y plataformas digitales, funge de gurú y, como tal, aconseja a cientos de personas, humildes y encopetadas, especialmente en su finca El Porce, de Tuluá, en donde los recibe en agasajos memorables, en medio de animales comunes y exóticos que se cuentan por cientos mientras pacen o picotean tranquilos y sueltos. Fiestas pantagruélicas, en las que no falta el licor, la música y la comida criolla y del mundo.

—¡Allí, echamos candela; nadie puede contra nosotros! —Exclama Alfredo.

Álvaro Uribe Vélez, Juan Manuel Santos, Sandra Morelli, Germán Vargas Lleras, Ernesto Samper y un largo etcétera en el que se incluyen ministros, senadores, alcaldes, gobernadores, universitarios e industriales, acuden allí en procesiones interminables en procura de consejo. A no pocos de ellos se les oye alardear después, diciendo que han degustado de una lengua en salsa o un sancocho de pecho, o que han tomado ron Zacapa en una mesa vestida con mantel de plástico en los dominios del autor de El Divino a orillas del Cauca.

Varias habilidades son motivos adecuados para que lo llamen Gurú o el Oráculo de Tuluá. Su facilidad para leer el panorama de los negocios y decirle en pleno rostro a un dirigente: “usted, a ese paso, se va a quebrar”. Alfredo reveló que posee ojo clínico para diagnosticar enfermedades de las personas con solo mirarlas y hasta para curarlas con algunas recetas. Y que si hay un caballo brioso, que nadie puede montar, él se le acerca, le dice al oído quién sabe qué, en breve lo domina y él mismo sale montándolo como si se tratara de la más mansa de las bestias.

¿O ese título se deberá más bien a su talento de brujo o, para decirlo mejor, de zahorí, que le permite ver lo invisible? Advirtió la crisis de Hidroituango a principios del año pasado, antes de que, tras la obstrucción de los túneles del proyecto hidroeléctrico del Norte de Antioquia, ocurriera la riada que puso en peligro a miles de personas de las poblaciones ribereñas del Bajo Cauca, y, en 1985, anunció la gran destrucción que causaría la inminente erupción del volcán Nevado del Ruiz. Ninguna de las dos veces le hicieron caso. Ambas advertencias quedaron consignadas en columnas de prensa y la de hace 33 años, además, en el libro Los sordos ya no hablan.

—No es que uno sea brujo o gurú; nada de eso —sostuvo el escritor, mientras degustaba un buñuelo en el desayuno del Intercontinental, del que había comentado momentos antes, al llevarlo al plato en su recorrido por el bufet: “hace años no me como uno”—. Lo que pasa es que uno sabe leer la realidad, lo que está pasando, y, con base en eso, saca conclusiones y da recomendaciones.

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 “¿Tres copas? ¿No serían acaso tres botellas, para que a esta hora estuviera implorando un caldo que le aplacara el ardor de sus entrañas?” Pensé y así se lo manifesté. Contrario a lo que mucha gente cree, de que él es el dueño de la desmesura, es un tipo moderado en el beber y el comer. No porque no le atraiga ni, mucho menos, porque la condene, sino porque su salud nunca se la ha permitido. Al Oráculo de Tuluá lo operaron de una peritonitis en una clínica de Medellín en 1963. Tenía 18 años. Durante la cirugía sufrió una eventración múltiple, cuatro hernias ventrales, y desde ese momento sabe lo que es llevar una vida tallada por estrictas dietas y alejada de los excesos. Por eso, cuentan que mientras sus trabajadores devoran con deleite un jugoso churrasco que tal vez él mismo haya ayudado a preparar, él bien puede estar comiéndose un modesto puré de papas mientras respira profundo el aroma del asado.

Sufre de una dilatación de la aorta ascendente y su hemoglobina, según suele comentar, es como la de un ciclista tramposo.

Anotó que hace unos cinco años lo picó el mosquito del Zika. Una cepa que no se brota, sino que se queda adentro del organismo hasta por siete años. Ataca las coyunturas, las rodillas, la pelvis, los dedos de los pies y los maceteros. Cuando estos huesos le duelen no puede comer alimentos sólidos que deba masticar, sino tomarlos líquidos. Estos ataques lo visitan de vez en cuando y le duran entre 5 y 8 días.

“Desde esa picadura estoy sordo. Sufro de hiperacusia y me oigo a mí mismo como cuando uno habla tapándose los oídos. Ayer, cuando estábamos en la presentación de Las guerras de Tuluá en la Fiesta del Libro, estaba mal. Me estaba oyendo yo, por dentro de mi cabeza”.

Dijo que no va a Bogotá, porque se muere en esa altura. A Medellín, sí, a duras penas y, algo más a Cartagena, donde el clima es más benévolo con él. Afortunadamente, revela, no le gusta viajar. Ya lo hizo, a mediados de los sesenta, cuando estudió inglés en Estados Unidos con una beca tan completa que le permitió ir a Europa. No encuentra nada comparable a estar en la comodidad de su casa y no salir a otra parte a pasar trabajos. “Eso no es conmigo”.

Si miramos bien, Gardeazábal recuerda a Voltaire, no solo por su sintonía con el tiempo en el que le ha tocado vivir, su talante crítico y anticlerical, sino porque el francés vivió más de 80 años muriéndose desde joven, es decir, con una salud precaria.

Pero el tulueño poco se queja de sus achaques. Cuando alguien lo llama para saludarlo, evita este tema, el de sus males, y pasa pronto a otros, el país, la literatura, los animales.

¿Pero quién diablos es este brujo de provincia?

Gustavo Álvarez Gardeazábal es uno de los escritores más celebrados del país. Es el principal representante de la literatura de La Violencia, con su libro Cóndores no entierran todos los días, que, al decir de muchos, y hasta de él mismo, es su obra cumbre. Esta novela, que le dio el lujo de recibir elogios del Nobel Miguel Ángel Asturias y con la que muchos entendimos ese momento de la historia colombiana, cuenta la vida de León María Lozano, vendedor de quesos de Tuluá y conservador como su padre. Conocido como el Cóndor, se convirtió de la noche a la mañana en líder de escuadrones cuya misión era acabar con los liberales. El escritor tiene una colección de ediciones piratas de este volumen. Se cansó de adquirirlas cuando la cifra pasó de las 120.

Gardeazábal es pionero de la narcoliteratura, con novelas como El Divino y El resucitado, e importante representante del tema de los mandones de pueblo. La noveleta Las cicatrices de don Antonio habla de un matón al que sería fácil reconocer cuando muriera, por la cantidad de cicatrices que cubrían su cuerpo; El último gamonal es la historia de un mandamás conservador que hace de las suyas en Trujillo, Valle del Cauca; El bazar de los idiotas cuenta cómo los caciques hacen riqueza de forma inescrupulosa y mantienen relaciones con políticos corruptos y jerarcas de la Iglesia. Hasta por este camino va su ópera prima, Piedra Pintada, de 1965, en la que, siendo estudiante de la Universidad Pontificia Bolivariana de Medellín, estrenando juventud y saliendo de esa enfermedad que casi lo mata, criticó con vehemencia al “rector magnífico monseñor Félix Henao Botero y a su corte de lameculos”, como él mismo lo expresa en la entrevista publicada por Jonathan Tittler en el libro El Verbo y el Mando. Vida y milagros de Gustavo Álvarez Gardeazábal. Esa primera creación le valió la salida de la Universidad y dejar atrás lo que su papá deseaba para él, la ingeniería química, para dedicarse desde entonces a lo que sí quería estudiar, literatura.

El fetichismo, esa forma de creencia o práctica religiosa en la cual se considera que ciertos objetos poseen poderes mágicos o sobrenaturales y que protegen a las personas de las fuerzas naturales, es otra de sus obsesiones. Se aprecia en Dabeiba, novela finalista en el Premio Nadal en 1971, que cuenta sobre tiempos antiguos del municipio homónimo en el Occidente antioqueño. Asimismo en los cuentos El paredón de los amores, Los dados de Teodoro y El último de los rezados, incluidos en el reciente libro Las guerras de Tuluá. En el primero de estos tres relatos, un hombre, Martiniano García, no moría por los tiros que le disparaba el pelotón de fusilamiento, porque estaba asistido por el demonio. El segundo es la historia de Teodoro González, amansador de caballos y jugador, de quien dijeron que jugaba con dados hechos con huesos de soldados caídos en la Guerra de los Mil Días. Que por eso ganaba tanto. Este asunto, que mantenía el asombro en los otros juerguistas, le impidió descansar en paz cuando murió. Y El último de los rezados, con el que termina el volumen, es el de un sicario amparado con placa de metal en el cuello y escapulario de la Virgen del Carmen amarrado en los testículos, porque en nuestro medio, los malos son tan devotos como sus víctimas.

Y temas de palpitante actualidad, esos que se hablan en las esquinas, también los desea en sus obras, como La misa ha terminado, en la que aborda el tema de los curas pederastas.

A los sesenta años, edad en la cual la mayor parte de la gente está dejando de trabajar para dedicarse a una vida contemplativa, Gustavo se reinventó, con su incursión en el programa radial La Luciérnaga. Ya estaba en los medios. Tenía un programa de entrevistas en Telepacífico denominado Conversatorio con Gardeazábal, pero el fenómeno mediático en que se convirtió en la radiorrevista de Caracol no tiene comparación. “Nunca había tenido tanto poder”, expresó en una entrevista concedida a El Espectador, publicada el 1 de mayo de 2009, refiriéndose a la gran acogida que tenía su papel en este programa.

Este hombre en torno al cual se va tejiendo un mito nació en Tuluá el Día de las Brujas de 1945. Los Gardeazábal habían llegado a ese pueblo desde hacía un siglo, según el autor, procedentes de Rionegro, el municipio liberal del Oriente antioqueño, por la ruta de Abejorral, durante la colonización antioqueña. Se afincaron en San Vicente, un pueblo vallecaucano que hoy se llama Andalucía y se conoce como La Capital de la Gelatina. Uno de sus ancestros, Joaquín, fue alcalde. Lo menciona en Las guerras de Tuluá como un tipo que “no creía en los curas, no se persignaba ni iba a misa. No creía en Dios ni en ninguna religión. Escribía contra los creyentes, y se negaba a admitir algo distinto que la razón humana para diferenciarse de los animales”.

—El viejo era masón —dijo en autor, mirando la masa del buñuelo de su desayuno, como si estuviera viendo allí la imagen del tal Joaquín o leyendo su historia.

Y liberales fueron otros de sus antepasados por vía materna, como Marcial Gardeazábal, su abuelo.

—Conté la historia de mi abuelo Marcial Gardeazábal —siguió hablando —. Vendía radios. Con mi madre oía la BBC de Londres y ambos vivían enterados de lo que ocurría en el mundo. Importaba imprentas y papel de imprimir de Dresde, Alemania. Él se enteró primero que nadie en 1930 lo que se les venía a los judíos que le surtían la mercancía. Las persecuciones nazis. De modo que los invitó a quedarse en Tuluá, a esconderse en este rincón del mundo. Acomodó a muchos de ellos. Todavía, hijos y nietos de aquellos judíos se acuerdan de eso y me dicen agradecidos: “su abuelo nos protegió”.

Marcial le ponía mucha atención al nieto —ese que hoy a los 74 sigue siendo un niño inquieto—, porque, según decía, habló antes de tiempo, caminó antes de tiempo y no preguntaba nada; afirmaba.

—Soy la repetición de mi abuelo Marcial: él era librepensador, lector y no escribía mal —dijo y se llevó a la boca el último pedazo de buñuelo.

Su madre, María, más conocida como Maruja, también era de ideas liberales. Fue presidenta de la Acción Católica de Tuluá. Y era violinista. Tal vez por esto, desde que cumplió 70 años, el narrador anda escribiendo un libro titulado El violín. No ha podido terminarlo. Es algo cercano a una autobiografía, según se atreve a adelantar. Lo ha reescrito varias veces y cada vez que lo hace le queda más largo.

Escudriñando en la historia familiar para escribir El violín  —nunca antes había indagado la corriente paisa— acudió a Luis Álvaro Gallo Martínez, presidente de la Academia Colombiana de Genealogía. Este le informó que el apellido lo trajo Joseph Gardeazábal, quien fue teniente Gobernador de Santa Fe de Antioquia, en 1789.

Pero en su casa no solo había ideas liberales. Por el lado paterno eran conservadores. Su casa era el resumen del país, pero no peleaban por eso. Paisa del norte de Antioquia, Evergisto nació en Malabrigo, un paraje de Guadalupe, cuando este era corregimiento de Carolina, “que en ese tiempo nadie le decía del Príncipe”. Cuando uno está en la ribera del Porce, en Amalfi, mira al otro lado y divisa la parte más alta y fría: esa es Malabrigo. Escarbó hasta el general Eusebio Salazar, uno de los abuelos de su abuela, quien quedó con cicatrices en la Guerra de los Supremos, la cual se libró entre 1839 y 1842. Una confrontación que se inició porque en el gobierno de José Ignacio de Márquez se sancionó una ley que ordenaba suprimir los conventos que albergaran a menos de ocho religiosos. Iniciada por líderes eclesiásticos, la rebelión fue aprovechada por caudillos del Sur, conocidos como los Supremos, para hacer oposición a ese gobierno.

Su papá, Evergisto, era conservador, como sus ascendientes. Dedicado a labores agropecuarias, por este partido llegó al Concejo de Tuluá en el decenio de 1940. No sería raro que por su filiación política y sus ideas, el viejo no se haya sentido nunca orgulloso de su hijo por los libros que le dieron renombre internacional, sino porque, durante años, mantuvo una columna de opinión en el diario El Colombiano, de Medellín. A pesar de lo godo, su papá jamás le criticó su homosexualidad, la cual, digamos de una buena vez, Gardeazábal descubrió desde niño y comenzó a ejercer desde los trece años, edad a la que descubrió el sexo en los termales de Santa Rosa, cuando estaba en tercero de bachillerato, como le reveló a Jairo Osorio —su actual editor en Ediciones Unaula—, para el libro Confesión de parte, publicado en 2007 por Editorial ITM.

En ese volumen también se lee que a partir de ese momento dejó de ser católico: “No ejerzo ninguna religión. No cometo ningún culto”.

Y el mismo contraste que existía en su casa en materia política, lo había en otros asuntos. Su madre lo crió con música clásica; su padre, con música española, como la de Juan Legido y Sarita Montiel. Él, para completar su formación musical, aunque reconoce que tiene “oído de artillero”, se paraba en las esquinas de Tuluá a escuchar las guascarrileras y la música popular del norte del Valle que emergía de las cantinas.

“¿Cómo sucedió su infancia, Poeta?” —le preguntó Jairo Osorio a Gardeazábal. Este le respondió: “No sucedió”.

—Gustavo escucha música clásica —confirmó Alfredo—. Oye también rock y música vieja… Pero su chicle es la canción Senderito de amor.

Y para acabar este intento por definirlo, digamos que el Oráculo de Tuluá tiene cinco hermanos, dos hombres y tres mujeres; Martha Lucía, Esneda, Fabio, Jorge y Margarita. Él no es el más familiar del mundo. Se entiende mejor con su hermana Margarita. Ah, y fue monaguillo.

Máquina de escribir

Pedro Luis Barco, dirigente político del Valle del Cauca y comentarista de las2orillas, uno de sus mejores amigos de Gardeazábal, tiene sus propios puntos de vista en diversos asuntos mencionados. En cuanto a la comida que brinda en su finca al jet set criollo, además de agregarle al menú el sancocho de gallina, cree que si bien el escritor cocina, apuesta que es “alguna vieja bigotuda” la que hace la mayor parte, pero él se lleva los créditos. “Él presume de su habilidad gastronómica, pero ese cuentecito no me lo mete a mí”. En lo que se refiere a su fama de gurú, cree que cada día se va afinando más y va adquiriendo mayor talento para analizar. “Es ahora más inteligente que antes”, sostiene Barco. Tal vez esto tenga que ver, aventura una hipótesis, con que la mamá de Gustavo padeció un alzheimer tan grave, que él, quien sufrió la angustia de verla apagarse lentamente hasta su extinción en la madrugada del 23 de junio de 2014, haya decidido mamarle gallo a esa enfermedad terrible y se haya dedicado a mejorar sus facultades memorísticas y analíticas, de por sí notables durante toda su vida.

Pedro Luis lo conoce desde los tiempos en que era profesor de la facultad de literatura de la Universidad del Valle, en 1972. Al principio no le caía muy bien que digamos. El autor de La tara del papa “no era izquierdista ni derechista, sino gustavista”.

Gardeazábal había publicado y regado por el campus una especie de panfleto o de manifiesto individual, en el que se definía sin partido, sin credo y se reconocía homosexual. Porque Gardeazábal, como él mismo ha dicho, jamás salió del closet, porque nunca estuvo allí dentro, asfixiándose.

Barco dejó el prejuicio, se acercó al escritor cuando este era Gobernador. Comenzó a conocerlo y a entender que el tulueño era un sujeto, más que inteligente, brillante, a quien “le cabe el país en la cabeza”, expresión que en su caso no es un lugar común sino que le ajusta perfecta, como un zapato de su talla.

Un día, estando en una de las campañas políticas, el escritor lo llamó y le dijo que lo esperaba al día siguiente a las seis de la mañana. Cuando llegó, estaba escribiendo un artículo para una universidad de México, chuzografiando con cuatro dedos a toda velocidad en el teclado de su máquina manual. Al rato terminó y le ordenó: “mándelo a este número de fax”. Y sin tregua comenzó a escribir una columna para La Patria, de Manizales. Cuatro cuartillas quedaron listas en tan breve tiempo. Después, un tercer texto. Pedro Luis le preguntó, al final de esto, para qué lo había llamado. Gardeazábal le respondió: “para que lo contés”. Y solo ahora el amigo cuenta esa anécdota en la que se dio cuenta de que Gardeazábal es, él mismo, una máquina de escribir.

Barco sospecha que Gardeazábal piensa y escribe tan rápido que, al revisar los escritos, se va quitando comas para que los lectores lean a la velocidad con la que él escribe, ya que no pueden ir a la velocidad a la que él piensa.

En ese tiempo le regalaron el primer computador. Lo recibió, no sin cierto recelo, diciendo que él había nacido con máquina, pero pronto se fue acostumbrando a la nueva herramienta y, con ella, a todo lo que iba trayendo, como el internet, al punto que ahora es también periodista de plataformas digitales y hace análisis de las redes sociales para entender cada una de ellas a qué sector poblacional llega.

Barco publicó en las2orillas una anécdota del escritor. En 1980, cuando este era diputado a la Asamblea del Valle del Cauca, un negociante paisa, un tal Eleázar Agudelo, quería que esa corporación aprobara un juego de azar de su invención. Quiso sobornar a Gardeazábal para que votara a favor de su proyecto y con tal fin le envió a su casa, en un barrio de Cali, a un muchacho bonito y perfumado, y una botella de champaña. Gardeazábal devolvió el regalo sin destaparlo, con una esquela escrita con su puño y letra en la que le decía al comerciante: “¡Eleázar. Ahí te devuelvo ese culo envenenado!”.

“He sido un hombre de campo y de ciudad. He vivido entre un animalero horrible. Mi papá tenía fincas en el Valle. Tengo una finca, El Porce, donde vivo metido entre animales. Tengo siete perros: tres chiguaguas, dos malinoises, un gran danés, un basset hountes; más de 150 gansos que no son para comérnoslos, sino que están de adorno; un número mayor de patos de distintas razas, de los que sí se comen algunas veces, preparados con fríjoles, porque como ya los cerdos no tienen grasa desde que los alimentan con cuido de gallina, hay que buscarla en las aves; unas pocas vacas, para la leche de los gatos, que no sé cuántos hay. Piscos, gallos y gallinas. Canarios, cacatúas y torcazas. Mi primer oficio del día, después de caminar, es arreglar las jaulas. Les echo alpiste y mostaza a los canarios. A las torcazas les gusta la tostada raspada y el repollo picado. El último oficio de las tardes es sentarme en una mecedora junto al lago, con un bulto de cuido a los pies, para irles echando a los gansos y a los patos.

Las jaulas las tengo desde que estaba en la Alcaldía. Las tenía en el despacho y, a veces, los funcionarios se quejaban porque no se podían concentrar con el alboroto de tantos pájaros. Tenía 12. Cuando salí, me las llevé para la casa.

También soy ‘orquideota’: cultivo orquídeas y asisto a exposiciones a contemplar esas flores.

En la noche y en el día me hace falta escuchar los sonidos de los animales. Cuando vengo a Medellín y me hospedo aquí, en el Ínter, me espanta el sueño tanto silencio. Extraño la bulla de la Naturaleza”.

La muerte acaso es noticia

Ese hombre que adora la palabra ignaro y odia la palabra preceptiva, desconoce el significado de la palabra miedo. No le teme ni a la muerte, que la ha tenido cerca, por asuntos de salud y por atentados con los que han pretendido callarlo. Una vez, en 2009, fue asaltado en su vivienda. Seis personas armadas entraron, lo amarraron junto a la empleada de oficios domésticos en un baño, para robarle tres computadores. Otra vez, en 2011, tuvo una muerte metafórica: un busto con su imagen en posición pensativa, que instalaron los vecinos del barrio Santa Isabel, de su ciudad, fue destruido a los 11 días de inaugurado.

Gardeazábal habla de su final con una tranquilidad pasmosa. Y lo prepara con esa habilidad que tiene para organizar fiestas. Sabe que, si de él dependiera, moriría acostado, y ya decidió que permanecerá parado por toda la eternidad. Tiene dicho que en su funeral debe sonar esa canción suya, Senderito de amor. Hace unos años había llegado a un acuerdo con las directivas del Cementerio Libre de Circasia, Quindío, para instalar allí el mausoleo con una estatua suya, puesto de pie, sobre un pedestal en el que se leyera su epitafio: «Cóndores no entierran todos los días». Pero el negocio se dañó porque no cumple un requisito insalvable: ser masón. De modo que tiene los arreglos hechos con el Museo Cementerio San Pedro, de Medellín, para ser enterrado e instalar esos elementos funerarios —mausoleo, estatua y epitafio— cerca de la morada definitiva del otro gran narrador del Valle, Jorge Isaacs.

Gardeazábal no le teme a la muerte porque, para él, no es algo tan malo que no pueda calmar al día siguiente con un caldo o algo tan tedioso que no pueda ser amenizado por el sonido de una dulzaina.

*Periodista y escritor antioqueño.