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Permiso para matar

Un reportaje que cuenta de nuevo el Holocausto del Palacio de Justicia a partir de testimonios, construido de forma impresionante desde todas las aristas.

Luis Fernando Afanador
14 de junio de 2008

Germán Castro Caycedo
El Palacio sin máscara
Planeta, 2008
296 páginas


Que la tragedia de hoy nos haga olvidar la de ayer. Esa ha sido nuestra actitud ante los hechos dolorosos: enterrarlos con los nuevos y no querer volver más sobre ellos. Lo que pasó, pasó. Lo único que importa, entonces, es el vértigo que trae cada día, el resplandor de la hecatombe del momento. Es un mecanismo de defensa, por supuesto, pero a la larga ha resultado mucho peor porque nunca enfrentamos los acontecimientos y por lo tanto no los hemos entendido a cabalidad; no hemos sacado las lecciones necesarias para evitar que se repitan. Por eso, como en Cien años de soledad, nuestra historia ha sido siempre dar vueltas en redondo sobre una endémica violencia.

La masacre del Palacio de Justicia la quisimos sepultar bien hondo con la desgracia de Armero. Y para mayor seguridad, la clase política hizo un pacto de silencio que resultó efectivo por varios años: quien osara revivir este tema quedaba como un loquito en contravía del país. Pero fue demasiada la sangre inocente y la sevicia. Demasiada la torpeza del operativo militar: con los cabos sueltos que dejaron se podría construir el puente más largo del mundo. "No nos pongamos a pararnos en gastos de municiones o destrozos que haya que ocasionar" (general Rafael Samudio, comandante del Ejército).

Los sobrevivientes, los familiares de las víctimas, un procurador, un dramaturgo, periodistas, abogados, algunos militares asqueados con los procedimientos irregulares que cometió su institución, no han permitido que este hecho ominoso también desaparezca de la conciencia colectiva. Y de los estrados judiciales. En 1999 la Procuraduría ordenó la destitución del general Jesús Armando Arias Cabrales, entonces comandante de la Brigada XIII, y del coronel Edilberto Sánchez Rubiano, jefe de Inteligencia de la misma. Y, por fortuna, la desaparición forzada agravada es un delito imprescriptible: entre el año 2007 y el 2008 la Fiscalía ha ordenado la detención del coronel Luis Alfonso Plazas Vega, ex comandante de la Escuela de Caballería, y de otros oficiales. Así mismo, solicitó la investigación de los generales Samudio y Arias Cabrales y del ex presidente Belisario Betancur.

Después de 22 años y en este nuevo contexto en que han resurgido las esperanzas de que se haga justicia y brille la verdad, aparece el libro de Germán Castro Caycedo, un impresionante reportaje que nos cuenta esa pesadilla como nadie la había contado antes. Porque, acertadamente, él se abstiene de opinar: los que hablan son los protagonistas del holocausto. Los sobrevivientes, los militares en la acción de la retoma y los testigos directos. Voces abandonadas hasta ahora en miles de expedientes y que él rescata y edita para que fluya de nuevo el relato de lo sucedido en orden cronológico. Y con todas sus aristas: los testimonios se alternan y se complementan hasta formar la figura completa que es, por cierto, sobrecogedora.

"Somos rehenes, respeten nuestras vidas, por favor no disparen". Cada clamor de un magistrado era respondido minuciosamente con una lluvia de balas. En este libro imprescindible, sentimos toda la indefensión, el miedo, la impotencia, el calor, la sed, el hambre y el hacinamiento que sintieron las víctimas. Y, también, la indolencia y el cinismo de los representantes de las fuerzas de la "ley": "Ustedes tienen que matar a todos los que se muevan. La orden es matar a todo el mundo. Ustedes tienen permiso para matar". (Capitán Trujillo).

El 6 y el 7 de noviembre de 1985 el Ejército de Colombia, enloquecido de rabia, hizo a un lado al Presidente y en su deseo feroz de aniquilar a los guerrilleros -o presuntos guerrilleros- del M-19 no tuvo oídos ni un segundo de compasión por ninguno de los rehenes inocentes. Los que se salvaron, se salvaron por la gracia de Dios. Incluidos los soldados que luego entendieron que los utilizaban como carne de cañón para poder mostrarle a la opinión unas cuantas bajas del bando del Ejército. "Las cenizas de la democracia, maestro". (Alfonso Gómez Méndez).