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Manuel Mejía Vallejo reconstruye sus amores en la novela "La sombra de tu paso"

21 de septiembre de 1987

Si esta novela, "La sombra de tu paso", no llevara la firma de Manuel Mejía Vallejo, algunos lectores se resistirían a creerlo porque parece tan banal, tan doméstica, tan llena de situaciones pueriles e ingenuas, tan intrascendente, tan alimentada con claves y guiños cómplices para los amigos de Medellín, que la primera reacción después de los primeros capítulos es cerrar el libro -editado por Planeta en su colección "Autores colombianos"- (también apareció "El río del tiempo" de Fernando Vallejo), y buscar otras obras del autor, como "El día señalado" donde demuestra por qué sigue siendo uno de los más leídos en este país.
El amor sigue haciendo estragos entre nuestros escritores y Mejía Vallejo, reconstruyendo vivencias personales de los años sesenta (el fantasma de Gonzalo Arango y los nadaístas sirve de recurso temporal para ubicarnos en una ciudad sacudida por los recitales, las exposiciones de pintura y las discusiones estériles en torno a películas y libros del momento), se dedica durante 23 capítulos y 292 páginas impresas (el original presentado al reciente premio Plaza & Jallés tenía 265 cuartillas), a reconstruír pieza a pieza sus amores con una muchacha que al principio tiene 17 años, se llama Claudia y es una persona insegura, ardiente, exigente en la cama, desconfiada, vulnerable a elogios y caricias, coqueta y con la necesidad permanente de demostrar sus conocimientos en ese círculo de amigos, que más que ser críticos y analistas, ejercen un curioso sentido de la antropofagia.
El lector paciente se deja entonces conducir de la mano de Mejía Vallejo, acepta que el amor puede seguir siendo un tema de interés y se embarca en esta aventura erótica (¿autobiográfica?), para presenciar las tonterías cotidianas de la pareja, sus diálogos llenos en ocasiones de humor paisa ("en alguna esquina encontrarás la felicidad", dice el uno y le responde el otro, "¿cuál? Esta calle avanza en contravía"), los viajes de la muchacha a distintos países, sus regresos emocionados, las lecturas de los existencialistas, las palabras intercambiadas con personajes como Gonzalo Arango, Darío Lemos, Juan Luis Mejía, Orlando y Marta Mora, Mario Rivera, Orlando Rivera, Santiago Mutis, el mismo Mejía Vallejo (quien en la novela se llama Bernardo y tiene 36 años), muchos pintores y otros escritores en una ciudad que es identificada calle a calle, parque a parque, plaza a plaza, esquina a esquina porque es el itinerario diario de los amantes.
Si el amor es banal, doméstico, tonto, pueril, ingenuo, intrascendente, cómplice y nostálgico entonces esta novela lo retrata muy bien, lo capta hasta en su espasmo más insignificante y pasajero. Si los amantes se convierten en marionetas del sexo y los sentimientos, entonces este libro es un espejo estupendo para reflejar esas emociones. Afortunadamente para los lectores no siempre el amor aparece así en los libros, por lo menos, no en los de Marguerite Duras o Durrell o Miller o el mislno Sam Shepard. Por eso, cuando la muerte aparece, cuando dos personajes como Pedro Escobar y Silvio Veléro deciden matarse, el mismo tono dulzón de la novela le resta dramatismo y significado a sus desapariciones y simplemente se diluye en medio de tantas caricias y palabritas en la oscuridad.
No es un libro mal escrito, por supuesto. Mejía Vallejo no puede escribir mal, ni aun proponiéndoselo pero, el lector siente que "La sombra de tu paso" es sólo un ejercicio de calentamiento, que el autor quería escribir y escribir en su finca prodigiosa, que quería estar ocupado, que quería enviar la novela y ganar en un concurso frustrado como el Plaza, que quería seguir contando historias de su vida y que ahora le tocaba el turno a Claudia con quien practica un sexo limpio, ajeno a las perversiones y retorcimientos de otros autores, con quien habla y se vuelve un tonto enamorado, con la que practica juegos de palabras que en el fondo se convierten en una burla de los demás escritores, con quien observa ese panorama de la Medellín de los años sesenta con el alcohol, las drogas, los nadaistas, los vagos, los pintores, los poetas y el hastio existencial.
Y dentro de ese ejercicio de entrenamiento, quizás listo para una obra más trascendente, más importante, avanzan las coplas que el autor ha inventado durante todos estos años, los refranes paisas, los malabares propios de Medellín, las alusiones a situaciones personales con los amigos (leer sus diálogos y luego escucharlos de viva voz es lo mismo, siguen siendo los mismos, quizás para fortuna de ellos), las imágenes que giran alrededor del cuerpo de esa muchacha quien, si existe todavía, debe sentirse orgullosa de que un escritor de la categoría de Mejía Vallejo haya gastado tantas semanas en recordar, reconstruír y escribir todas las tonterías que hicieron juntos. Tonterías que deben estar siendo celebradas con aguardiente y risas por los estupendos amigos de Medellín, algunos de los cuales siguen siendo tan puros y sanos como los amores de esta pareja.