Home

Cultura

Artículo

La obra llegó al escenario londinense luego de haber pasado por la Scala de Milán en 2006.

DISCOS

¿Que así no vale?, ¡así es que vale!

Una producción única para una obra única, porque 'Dido and Aeneas' fue, y esto es irreversible, la única ópera del barroco inglés, porque Händel era alemán y sus óperas, italianas.

Emilio Sanmiguel
26 de noviembre de 2011

Henry Purcell
DIDO AND AENEAS
Sarah Connolly (Dido)
Lucas Meachem (Aeneas)
Lucy Crowe (Belinda)
Sara Fulgoni (hechicera)
ROYAL BALLET
ORCHESTRA OF THE AGE OF ENLIGHTENMENT
Christopher Hogwood (dir.)
Wayne McGregor (coreografía y dirección escénica)
DVD: Opus Arte-Forum

 
El video tiene en aprietos y contra las cuerdas a la mayor parte de compañías de ópera del mundo, porque pone al alcance de los espectadores superproducciones de millones de dólares, como las de Franco Zefirelli (Turandot, Don Carlo, Aída), las de inversión moderada y toneladas de ingenio y talento, como las de Bob Wilson (Alceste, Madama Butterfly, Orfeo y Euridice), bueno, y también uno que otro fiasco de talla internacional e inversión variada.

Este Dido and Aeneas, de Henry Purcell (1659-1695), con “puesta en escena” del británico Wayne McGregor (Stokport, Inglaterra, 1970) presentado en el Covent Garden de Londres en 2009, está en la segunda categoría: la de creaciones magistrales que no requirieron millones –de libras esterlinas, en este caso– sino talento, creatividad y buen gusto. La obra llegó al escenario londinense luego de haber pasado por la Scala de Milán en 2006.
Es decir, hay cuatro años de reflexión del coreógrafo en esta “puesta”, que es su debut en la ópera. De pronto ahí está el secreto: que la dirección se haya encargado a un coreógrafo, británico y con experiencia teatral, que debe entender bien la relación tan íntima que en tiempos isabelinos, y durante el barroco, hubo entre danza, teatro y música (“masques”).

McGregor descubrió que Dido and Aeneas es un raro ejemplo de concisión y síntesis en una época de óperas suntuosas, cargadas y recargadas de pasajes y arias de increíble ornamentación y que es una de las pocas óperas barrocas –¿la única?– con final trágico: la escena del suicidio de Dido es uno de los pasajes más conmovedores de todo el drama lírico.
Apenas una hora de música para tres actos que aquí se recorren de forma ininterrumpida; el director usa los interludios orquestales para amarrar las escenas con la intervención de los bailarines, cuyos movimientos interpretan los sentimientos y situaciones del drama.

Lo demás es muy sencillo porque el elenco de solistas es soberbio. Lo encabeza la soprano Sarah Connolly, como la reina de Cartago, que aprovecha bien sus dos grandes momentos, el “lamento” del primer acto y la escena de la muerte, que canta de manera sinceramente conmovedora. En contraste, la “casa”, que es la “Real” del Covent Garden, instala en el personaje de Eneas no a un tenor lírico, como es tradición, sino a uno de tono dramático y timbre baritonal, Lucas Meachen, con un resultado sonoro muy teatral.

La soprano Belinda Crowe canta la parte de Belinda, confidente de Dido. Con las brujas de los actos II y III McGregor tiene otro golpe de genialidad, revalúa la tradición y las presenta jóvenes y bonitas: Sara Fulgoni es la líder y sus secuaces, Eri Nakamura y Pumeza Matshikiza, aparecen como siamesas, nada descabellado si se recuerda que cantan a dúo y unidas por el mal.

La escenografía de Hildegard Bechtler es minimalista, minimalista, no pobre, y el vestuario de Fotini Dimou es, para los personajes y el coro, contemporáneo con un sutil guiño al pasado y para el cuerpo de baile, trusas cortas.

El secreto ya se sabe: ingenio y talento más la “Orquesta del tiempo de la Ilustración”, dirigida por Christopher Hogwood en el foso, el Coro del Covent Garden, un elenco excepcional y los bailarines del Royal Ballet. ¿Qué así no vale?, perdón, ¡así es que vale!