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¿Qué pasa con el teatro?

Muchos aseguran que el teatro colombiano está en crisis porque no hay plata. Pero detrás del drama financiero se esconde un problema mayor: la falta de identidad.

16 de agosto de 1993

POR ESTOS DIAS, LA CAPITAL DE LA República está viviendo prácticamente el inicio de la temporada de estrenos teatrales. Con escasas excepciones, como el grupo La Candelaria, con la obra En la raya; el Teatro Nacional, con el montaje de Que no se entere el presidente, y algunas obras de grupos pequeños, la actividad teatral en Bogotá no había arrancado hasta hace menos de un mes, cuando el Teatro Libre, después de un largo trayecto sin estrenar, decidió poner en escena la vida de uno de los compositores más destacados y más olvidados de Colombia: Crescencio Salcedo. El TPB, igualmente estancado en estrenos, prendió por primera vez en el año las luces de su escenario con la obra Amores simultáneos, escrita y dirigida por Fabio Rubiano.
Todo esto está ocurriendo luego de más de seis meses de escenarios vacíos, en los que se consolidó la idea de que el teatro capitalino está en crisis. El fenómeno no es aislado. En Medellín, donde muchos dicen se está gestando el mejor teatro del país, sólo los grupos Matacandelas y La Fanfarria han podido trabajar con cierta regularidad. Mientras en Cali todavía siguen recordando las épocas doradas del TEC, bajo la dirección de Enrique Buenaventura.
Después del éxito del III Festival Iberoamericano, donde se confirmó que Bogotá tenía público de sobra para el espectáculo, todo parecía indicar que por fin el teatro colombiano había encontrado un punto de lanzamiento para su desarrollo. Pero han pasado más de siete años desde que se organizó el primer festival y, para muchos, la espectacularidad del evento no le ha servido al teatro colombiano prácticamente para nada.
Hoy, como hace 15 años, se sigue hablando de intentos aislados por encontrar parámetros de evolución y de una gran cantidad de grupos que sólo se han quedado en el "esfuerzo" por crear sin mucha técnica una propuesta sobresaliente.
A las puertas del siglo XXI, actores y directores están de acuerdo en que al teatro colombiano le hace falta algo, pero ninguno sabe exactamente qué es. Lo cierto es que de aquel movimiento ideológico e intelectual de los años 60, que desencadenó con un entusiasmo inusitado el nacimiento de un "teatro nacional" propiamente dicho, no parece haber quedado una base sólida, para que el arte dramático siga un curso definido.
"Los grupos de ese entonces, con excepción de Santiago García con La Candelaria -comenta Ricardo Camacho, director del Teatro Libre-, no aprovecharon ese momento para calificarse en el oficio. Hoy se ha tenido que partir de cero". Para muchos, después de la muerte de la utopía del cambio social, el teatro colombiano quedó en un limbo indefinible que ha llevado a los artistas a replantearse todo de nuevo, pero no se sabe con certeza de qué forma, pues ni los mismos directores coinciden en cuál es esa crisis que tiene a muchos grupos al borde de desaparecer.
Aparte del drama financiero, que es el síntoma más fácil de describir, la verdad es que hasta ahora no asoma una definición concreta en los realizadores de lo que debe ser el teatro colombiano. Unos afirman que hace falta técnica; otros, que no existen dramaturgos; otros, que el potencial es enorme, pero sin plata es imposible evolucionar; otros, que hacen falta escuelas de formación. Todos saben que es indispensable actuar pronto, pero nadie sabe por dónde empezar. "Superada la barrera política de las décadas pasadas -comenta el joven director Fabio Rubiano- ahora el problema es por fin esencialmente estético. Eso es bueno, pero falta saber cómo encaminarlo".
Por el momento, sólo Fanny Mikey y Santiago García han enfilado sus esfuerzos (aunque opuestos) hacia un objetivo definido. Por un lado, el Teatro Nacional ha irrumpido con éxito en el género del musical y la comedia ligera. Aunque los críticos sostienen que es un despropósito intentar cimentar las bases del teatro en un género y un estilo que no corresponden a la realidad colombiana, para los teatreros el fenómeno no es perjudicial. Al fin y al cabo el público tiene derecho a tener una pluralidad de opciones.
Por su parte, el grupo La Candelaria, con Santiago García a la cabeza, es el único que logró sobrevivir al dilema ideológico y creó una estructura firme que le permite sostenerse como unode los mejores grupos del país, sin abandonar los ideales que le dieron origen hace más de 30 años. El propio García es optimista ante la situación: "El teatro colombiano es muy joven aún. Lo que estamos viviendo es un eslabón más en la cadena de esa búsqueda de identidad que tiene amplias perspectivas de ser encontrada en los próximos años".
Con todo, en lo que sí parecen coincidir los directores es en que el Estado debe ser el principal promotor del desarrollo teatral colombiano. Incluso no únicamente desde el punto de vista financiero. Para ellos, no sólo es imposible que un país como Colombia subsidie la totalidad de los grupos y los eventos, sino que el dinero no asegura la calidad. Aparte de la solución financiera, hace falta que el Estado se meta de lleno en la creación de la infraestructura necesaria para que el teatro colombiano desarrolle las bases de su identidad.
Ramiro Osorio, al frente de Colcultura, ha empezado a forjar las primeras soluciones con la apertura de los Fondos Mixtos, con los que se pretende incentivar a la empresa privada a que participe en el patrocinio de los grupos, en la creación de escuelas y en la financiación de becas en el exterior.
Del éxito de esta nueva política cultural y de la conciencia que tomen los directores jóvenes sobre la necesidad de fijar un criterio estable, en aras de dirigir al teatro nacional por un rumbo definido, depende que las artes dramáticas colombianas dejen de ser lo que han sido hasta ahora: una suma de intentos aislados, sin una columna vertebral que las defina.