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Querida Susan:Me he marchado de casa y no volveré

Una cruda reflexión sobre la búsqueda de la felicidad y la vida conyugal.

Luis Fernando Afanador
10 de abril de 2000

La búsqueda de la felicidad en pareja es una de las pocas utopías que aún quedan. En una larga noche, el protagonista de esta novela, Jay, se atormentará con esta idea. Ha decidido que a la mañana siguiente abandonará a su esposa y a sus dos hijos pequeños para intentar el amor y una vida diferente de la que lleva.

Pensar en la ruptura desde todos los ángulos posibles, imaginar esa nueva vida, es la incómoda aventura a la que nos invita a acompañarlo. Una noche interminable de insomnio en la que habrá inventario de recuerdos —buenos y malos—, lúcidas reflexiones sobre la convivencia y una alta dosis de sinceridad.

Susan —su esposa— es una mujer a la que conoce desde hace 10 años y sobre la cual sabe prácticamente todo. Si uno no dejase nunca nada ni a nadie —piensa Jay—, no habría espacio para lo nuevo: evolucionar implica una infidelidad a los demás, al pasado, a las antiguas opiniones. Cada día debería contener al menos una infidelidad esencial o una traición necesaria. Sería una actitud optimista, esperanzadora, que garantizaría la fe en el futuro, una afirmación de que las cosas pueden ser no sólo diferentes, sino mejores.

“Nada va a cambiar mi mundo”, recuerda Jay que dice Lennon. Sin embargo, no puede ser que sólo exista la pobre felicidad burguesa. ¿Es eso todo lo que hay por conseguir? ¿Nada más que eso? Jay, a pesar de su abulia y su apatía, no se resigna. Tiene que haber una vida mejor. La libertad consiste en poder elegir, en eximirse con esa libertad de las obligaciones que a uno lo atan a las situaciones. Y él todavía cree en el amor. ¿No es ese el estado en el que los hombres y las mujeres tienen más posibilidades de alcanzar la plenitud? La gente saca lo mejor de sí misma: los sádicos se hacen más dulces, los banqueros más generosos, los jueces disfrutan la vida. Ahí afuera, en esa horrible ciudad —está seguro—, debe haber alguien dispuesto a amarlo.

Susan es una mujer moderna: competitiva, eficiente. Radical en sus opiniones sobre los demás, tanto si le producen entusiasmo o aversión. Y normalmente es aversión. La mayoría —incluido Jay— la irritan o la frustran. Y a lo mejor, desde su punto de vista, tiene la razón. Al igual que otras mujeres que han cambiado su rol tradicional, sinceramente no sabe —aparte de la procreación y el dinero— para qué sirven los hombres. De cualquier manera, para Jay en algún momento el amor se fue y es desolador “desnudarse en la oscuridad junto a una mujer que no se va a despertar por ti”.

Pero las personas no son como los libros, la música, las películas o los juguetes de los niños. No podemos abandonar lo que adorábamos en otra época para coger lo que ahora despierta nuestro interés. No podemos hacer eso con la gente. Sería frívolo. El sentido común le dice que uno no debe ceder a todos los impulsos, perseguir a todas las mujeres que le gustan. A su manera, Jay también se siente moderno: sólo cree en el individualismo, el sensualismo y la ociosidad creativa. E inmaduro: como los jóvenes, cree en la ilusión del movimiento. “En casa, para mí, no hay movimiento”, le dice Jay a su amigo Asif, felizmente casado con Najma. “Un amor verdadero provoca poco movimiento. Uno da vueltas sobre lo mismo, pero cada vez va más lejos”, le responde Asif.

Otro amigo —Ian, un muchacho gay— le ha dicho: “Nunca he entendido el jaleo que los heteros montáis con el rollo de la infidelidad. No se trata más que de follar”. Víctor —quien dejó a su mujer y a sus hijos— le ha explicado que una vez las luces del amor se apagan, nunca pueden volver a encenderse, del mismo modo que no se puede recalentar un souflé. Víctor no es muy recomendable: entre bares y amores furtivos, lleva una vida bastante infeliz. No obstante, el principal obstáculo en la difícil decisión de Jay son sus dos hijos de 5 y 3 años. Sabe que si los abandona hará algo que les dolerá y los marcará para siempre.

Amanece. Todavía no sabe qué va a hacer. Entre tanto, garabatea en un papel: “Querida Susan: Me he marchado de casa y no volveré. Siento decir que no creo que podamos hacernos felices el uno al otro. Hablaré contigo mañana”.