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RETO AL DESTINO

Junto con una actitud cautelosa, los norteamericanos parecen hastiados del tema del Vietnam. Quieren simplemente ignorarlo, como si no existiera el sudeste asiático.

2 de mayo de 1983

Diez años después de haberse firmado los acuerdos de París, siete años despues de que nuestros ojos atónitos vieron por televisión el espectáculo de helicópteros norteamericanos huyendo de su embajada en una ciudad que ya no se llamaría Saigón, hay signos de que la guerra de Vietnam se está terminando.
Por cierto, el olvido tampoco es una tarea fácil. Para borrar recuerdos desagradables, primero hay que tener la conciencia tranquila. Durante los años que siguieron a la retirada de las tropas norteamericanas, tal aquietamiento ético se vio obstaculizado por la bulliciosa presencia de quienes habían criticado la guerra. Ellos se sentían los dueños exclusivos del terreno, reivindicados por el fracaso de la política oficial. Pero últimamente, estimuladas sin duda por el clima moral y político que ha acompañado el gobierno de Reagan, se comienzan de nuevo a escuchar voces que defienden ruidosamente la legitimidad de la intervención en Vietnam. En su libro "Por qué estábamos en Vietnam", Norman Podhoretz, director de la muy influyente revista conservadora, Comentary, afirma que los verdaderos responsables del desastre fueron los opositores. El único error que se cometió, según él, fue no darse cuenta de que una guerra sólo puede liquidarse si se está dispuesto a desatar todo el poderío bélico al alcance de la mano.
Es significativo que un artículo en The New York Times en que condensaba sus puntos de vista se llamaba "No todas las intervenciones están condenadas al fracaso". En vez de una muda aceptación de culpabilidad, y promesas de arrepentimiento, quienes apoyaron la guerra han pasado ahora a la ofensiva. La cadena CBS difundió un documental en que, con el testimonio del propio General Westmoreland, prueba que se falsificaron las estadísticas para que la opinión pública creyera que la guerra se estaba ganando: se aumentaron los enemigos muertos y se disminuyeron la cantidad de vivos. Esta vez, los medios de comunicación conservadores no callaron.
T.V. Guide, la publicación de más venta en este país, y cuyo dueño es un multimillonario amigo de Reagan, acusó a la CBS de manipulación. Unos años atrás, es difícil creer que alguien se hubiera atrevido a atacar a un canal de televisión por un reportaje de esta naturaleza. Como resultado, los sectores liberales tienen que cuidarse más que en el pasado, tienen que bajar su tono polémico.
Los esfuerzos por limpiar la imagen de una guerra que suscitó tal repudio en la población, que se mostró tan virulenta y monstruosa en cada hogar por intermedio de la pantalla de televisión, no podrían tener respuestas, o resonancias siquiera, si no se edificaran sobre un cansancio muy definitivo del pueblo norteamericano, un deseo masivo de absolución y olvido que se aloja en la psiquis popular, un deseo de que uno se sienta nuevamente bueno e inocente. Se acaba de estrenar, con extraordinario éxito de público, "Reto al destino", un filme que, a mi juicio, indica que muchos, muchísimos norteamericanos, suenan con vivir como si la guerra jamás se hubiera producido, como si de pronto los callejones sin salida, las dudas y vacilaciones de las dos últimas décadas se hubieran desvanecido.
En "Reto al destino" también se enfoca un período de entrenamiento, las seis intensas semanas a que son sometidos quienes aspiran a volar aviones en la Marina Norteamericana. Pero en este tipo de drama, no hay sonrisas que amortiguen la animalidad emocional, y nada garantiza el final feliz. Por el contrario, todo haría suponer que el joven protagonista, admirablemente actuado por Richard Gere, va a fracasar en su intento de ser aviador. Es un hombre vulgar, enteramente cínico, preocupado sólo de sí mismo, sin escrúpulos ni ideales. Su madre se suicidó, su padre (un marinero común y corriente) es alcohólico y putañero. Sin embargo, al final de las seis semanas, Gere sufre una conversión mítica. No sólo será un oficial, sino también un caballero, lo que quiere decir, un hombre gentil, preocupado de los demás, dispuesto a consagrarse a los valores más altos y honrosos.
Tal transformación milagrosa la consiguen, colaborando sin jamás conocerse, utilizando estrategias diametralmente opuestas pero complementarias, un hombre y una mujer.
El hombre es el sargento, de raza negra, encargado del entrenamiento. Para convertir al rufián en un hombre de verdad, el sargento lo va a torturar... Casi no encuentro otra palabra para el proceso de brutalidad e insultos con que los ha de perseguir. Al final, hasta le administrará una paliza con golpes de karate. Este proceso correccional, de una tensión y una violencia desusadas, logra lo que no había logrado una sociedad desinteresada y blanda en los veinte años anteriores de la vida del muchacho. El negro hace de padresustituto, machacando al joven hasta que entienda que debe cambiar drásticamente. El castigo da resultados.
Pero también Gere va a recibir una lección de una dama. Ella es una obrera, cuyo anhelo es casarse con un oficial y poder así huir de su fábrica asfixiante. Para ello, podría, como una de sus colegas lo hace con su propio amante, utilizar la táctica de dejarse embarazar. Pero ella no intenta atrapar al hombre. Será leal y franca con él. Como una madre, va a sacrificarse por su amor.
Padre y madre. Gere se encuentra con dos seres que lo educan y remodelan cumpliendo los roles tradicionales asignados al padre y a la madre en la sociedad norteamericana tradicional, antes de que sucesivas crisis corroyeran y debilitaran las bases de la familia. El sargento es un hombre autoritario, inflexible, machista, y la mujer no tiene otro ideal en la vida que el matrimonio, armar un nido de amor al servicio de un buen marido.
Un joven marginal que va derecho al la delincuencia será salvado, entonces, por dos seres que representan valores y actitudes que hace años se encuentran bajo ataque en los EE.UU. y los encargados de hacerlo pertenecen, como él, a los puntos más neurálgicos, más turbulentos, de la sociedad norteamericana.
Los negros y las mujeres que trabajan son, hoy por hoy, junto a los jóvenes desapegados y díscolos, los sectores más problemáticos, menos adaptados, de la población. ¿Y Vietnam? En un filme dedicado al entrenamiento de futuros soldados, no se menciona ni una vez. Si no fuera porque se han introducido fuertes dosis de sexo, en todas las posiciones, no sabriamos que estamos en el año 1983. Podríamos estar presenciando un melodrama de los años 50 (Corea) o los 40 (Segunda Guerra Mundial) o antes, cuando no existía desconfianza frente a las Fuerzas Armadas, cuando Vietnam no había corrompido las costumbres e incitado a la desobediencia civil. No quedan, en los candidatos o en el entrenador, ni una sombra de recuerdo, ni el rescoldo de un recuerdo, de lo que pasó hace apenas una década. Las Fuerzas Armadas son la institución que mantiene intactos los valores de la patria. No importa la brutalidad con la que lleva a cabo sus objetivos, si los resultados son nobles, el retorno del cuerpo social a la tranquilidad de antaño. El hecho de que sea un negro el que dará una lección de virilidad y patriotismo a un joven blanco, es el símbolo central. Los negros constituyeron la mayoría de quienes pelearon y murieron en Vietnam. Fue entre los jóvenes blancos que se dio la casi totalidad de quienes rehusaron combatir. Pocos años después del término de ese conflicto, la película logra armonizar a estos dos sectores, integrar a ambos a la sociedad, unirlos en la defensa de los valores más establecidos.
"Ustedes", dice el sargento cuando llegan los candidatos "tienen que ser tan duros que no les importará bombardear pueblos con mujeres y niños. Tienen que salir de acá dispuestos a eso y mucho más".
Al final de la película, los candidatos a aviadores están dispuestos a eso, y mucho más. Desafortunadamente, parecería que el público también.--
Ariel Dorfman Washington, D.C.