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Retratos de una obsesión

Por: Ricardo Silva Romero

Robin Williams produce miedo en el papel de un hombre con sicosis por las vidas ajenas.

Director: Mark Romanek
Protagonistas: Robin Williams, Connie Nielsen, Michael Vartan, Gary Cole, Eriq La Salle

Salir del teatro, después de ver Retratos de una obsesión, es una prueba para los nervios. Porque entonces, con las últimas imágenes en la cabeza, sospechamos que las calles están llenas de sicópatas comunes y corrientes que envidian la vida de los demás. De seres como Seymour Parrish, el protagonista, que desde su esquina del mundo nos ve pasar a todos, con nuestras familias y nuestros pasos del tiempo, y siente la obligación moral de recordarnos que debemos agradecer lo que tenemos.

El señor Parrish, a quien los clientes de siempre llaman Sy, atiende uno de esos lugares que prometen el revelado de un rollo de fotografías en una hora. Y, aunque por sus mostradores y sus máquinas han pasado miles de situaciones, miles de escenas, miles de personas, desde hace algún tiempo ha concentrado todo su interés en los retratos de los Yorkin. Para decir verdad, se siente parte de esa familia: se ha convertido, según cree, en 'el tío Sy' y, si ellos no lo vieran como a un simple vendedor de centro comercial, gris y sin personalidad, pasaría más tiempo con el hijo, le abriría los ojos a la madre y le daría serios consejos al padre.

Tarde o temprano lo hará. Tarde o temprano invadirá esas vidas, lo sabemos. Y ese ir poco a poco, esa tensión que aumenta minuto a minuto, esa intromisión que cada vez se acerca más a la violencia, es lo que hace fascinante esta película. Alfred Hitchcock -que siempre, en estos casos, resulta el mejor ejemplo- decía que hay suspenso cuando el público es el único que sabe, por ejemplo, que quedan tres minutos para que explote una bomba en la sala del protagonista. Lo interesante en Retratos de una obsesión es que sabemos que todo va a estallar, pero no seguimos la angustia de la víctima sino la tragedia de la bomba.

Robin Williams, en el papel de ese hombre a punto de perderlo todo, nos recuerda sus alcances, sus matices, sus intuiciones. Se aleja, para bien, de aquellos personajes planos, positivos y sonrientes, ejemplos de superación personal, niños atrapados en cuerpos de grandes, que convirtieron sus últimas apariciones en los cines del mundo en verdaderas torturas gringas. Nos convence, como lo hizo en Insomnia, de su estremecedora inocencia. Y consigue producirnos escalofríos sin caer en la tentación de los gestos.

Mark Romanek, el director, ha acertado en los alarmantes diálogos y los inquietantes silencios de su relato: uno se queda en blanco, sin aire, sin nervios, cuando la historia termina. Y olvida los trucos innecesarios, la levedad de los personajes secundarios y las aparatosas escenas finales, porque siente, al terminar la proyección, que podría estar en el lugar de esa familia. O, bueno, por qué no, en el de aquel hombre sin palabras que ha perdido su vida en las fotografías de los otros.