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Sexualidad desenfrenada

Llegan a Colombia las polémicas confesiones sexuales de Catherine Millet.

Luis Fernando Afanador
8 de abril de 2002

Catherine Millet es una máquina de follar. No, no es una exageración: se pueden contabilizar en 49 los hombres que la han “penetrado”. Pero ojo, los 49, según sus propias palabras, se refieren únicamente a aquellos a los que se les puede “atribuir un nombre” o darles una cierta identidad. Porque los otros son incontables, “se confunden en el anonimato”.

Sexo en todas las formas posibles: oral, anal, vaginal. Y, no sobra la aclaración, simultáneo. Con masturbación incluida: entretanto Catherine no deja sus manos quietas. Y sexo en todos los lugares: en parques, en automóviles, en camiones, en restaurantes, en baños públicos y, por qué no, en apartamentos y casas. No se ha dicho, pero resulta fácil inferirlo: Catherine practica el sexo en grupo, la orgía o, como se conoce en francés, la partouze, que es una reunión sexual o fiesta libertina que engloba a las anteriores.

Catherine no es una prostituta, aunque alguna vez lo intentó y sólo consiguió la más triste de sus felaciones: su única frustración. Tampoco es masoquista o enferma sexual. Por el contrario, una respetable crítica llegó a decir que ella reivindicaba el derecho de la mujer a ser mujer-objeto. ¿Pornografía? Para nada. Sus confesiones son un alarde de cartesianismo: racionales, bien escritas, frías. Tienen “la mirada fría de un perfecto libertino”, como dijera el Marqués de Sade. Luc de Vallon, del diario Liberation, afirma que Catherine Millet cuenta su vida sexual clínicamente, a la manera de una entomóloga. Si fuera pornográfica no la habría publicado una editorial tan seria très littéraire y de qualité— como Anagrama.

Para Mario Vargas Llosa, Catherine Millet vale bastante más que el ridículo escándalo que ha provocado: es inteligente y valerosa, insólitamente franca. El éxito de ventas de su libro en varios países y la novelería que ha suscitado, puede atribuirse a la condición social del personaje: se trata nada menos que de la directora de Art Press, la revista más prestigiosa en arte contemporáneo. Incluso algunos han llegado a hablar de body-art: la Millet estaría haciendo en literatura lo que los artistas plásticos hoy en día realizan en pintura.

Habrá quienes, ignorando los anteriores argumentos, se sostengan: es pura y simple pornografía. Para evitar caer en una discusión bizantina obviemos el tema moral. (Aclarando, eso sí, que el que tenga prejuicios morales no debe leer el libro: se evitará muchísimas incomodidades y rabias. Para el morboso tampoco es recomendable: resulta más excitante cualquier tratado filosófico).

¿Qué aporta, entonces, esta obra? Después de la página noventa y pico, un gran aburrimiento. El reiterado desfile de “pollas” y copulaciones ad infinitum —repito, ya sin ser moralistas— se convierte en una monótona y previsible gimnasia: es el libro menos erótico que uno pueda imaginarse. El propio Vargas Llosa, en otras circunstancias, planteaba que no existe gran literatura erótica, lo que hay es erotismo en grandes obras literarias. La literatura especializada en erotismo y que no integra lo erótico dentro de un contexto vital es muy pobre: “Un texto literario es más rico en la medida en que integra más niveles de experiencia”.

Si bien, en rigor, aquí no se trata de literatura sino de una confesión, la objeción es válida. Pero bueno, desterremos también la estética y dejemos únicamente la discusión política. Catherine Millet ha dicho que su propuesta es un gran logro frente a la corriente de conservadurismo y de censura que recorre a Europa. En ese sentido estaría cercana a los grandes libertinos del siglo XVIII que hicieron de la transgresión sexual un instrumento de lucha por la transformación humana y la reforma social. Suena demasiado pretencioso. Y falso. El capitalismo ha banalizado tanto al sexo que le quitó cualquier posibilidad subversiva. El erotismo se alimenta de la prohibición y muere cuando ésta desaparece, nos enseñó Bataille. Lo de Catherine Millet no pasa de ser otro pour épater le bourgeois. Porque los burgueses, esos sí, no han muerto y todavía sigue siendo divertido escandalizarlos.