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Shrek

Un ogro y un burro imprudente protagonizan una brillante parodia de los cuentos de hadas.

Ricardo Silva
23 de julio de 2001

Direccion: Andrew Adamson y Vicky Jenson
Voces: Mike Myers, Eddie Murphy, Cameron Diaz, John Lithgow, Vincent Cassel

Shrek sera, según parece, un clásico del cine: narra la misma historia de siempre como si antes nadie la hubiera contado, le da vida a cuatro, cinco, seis personajes memorables, y al final resulta ser una extraordinaria parodia de los cuentos de hadas y las películas de Walt Disney. Nada más y nada menos. Así como por culpa de las versiones de Les Luthiers es imposible oír un tango o un bolero sin morirse de la risa, ahora, después de Shrek, ya no podremos ver las películas de dibujos animados sin reírnos en los momentos más dramáticos.

Porque, para comenzar, el héroe de la fábula, Shrek, no es un agraciado príncipe azul sino un ogro verde con una nariz gigantesca y unas orejas que más bien parecen válvulas, y, aunque ostenta valores tales como la bondad y la valentía, se ha convertido, por culpa de las superficiales miradas de la gente de la aldea de Duloc, en un monstruo marginado y cochino que hace velas con la cera de sus orejas, echa chistes de doble sentido, caza animales gracias a sus problemas digestivos y su mal aliento y, en la primera escena de la película, que al comienzo parece ser la misma de toda la vida, la de La espada en la piedra o La bella durmiente, en vez de papel higiénico usa una de las páginas de una historia de princesas, caballeros y dragones.

Su corcel es un burro imprudente. Su princesa una experta en artes marciales que no dice toda la verdad. Y su rival, Lord Farquaad, un enano despiadado, egocéntrico y de muy mal gusto que tortura al muñeco de jengibre, chantajea al espejo mágico, desprecia a Cenicienta y a Blanca Nieves, bebe martinis bajo las sábanas de tigre y pretende que la aldea sea un parque perfecto y aburrido. O sea un mundo fantástico al revés. Y, para que no quepa duda, al comienzo de la historia ordena, como un dictador dispuesto a purificar su raza, el desalojo de tipos tan indeseables como Peter Pan, los siete enanitos, el lobo feroz y el flautista de Hamelin.

Y no es sólo lo que ocurre —nadie puede perderse a los tres cerditos bailando breakdance, a Geppeto cansado de aguantarse a ese títere que quiere ser un niño de verdad y a la pobre dragona incomprendida— sino la forma como ocurre: por medio de un efectivo sentido de la ironía, de una banda sonora que al comienzo desentona pero más tarde adquiere sentido, y, por supuesto, de una vanguardista animación por computadora que nos convence totalmente de lo que estamos viendo porque no se empeña en simular la realidad sino que consigue los latidos y la respiración de un inolvidable mundo de caricaturas.

Shrek nos recuerda, en la oscuridad del teatro, como alguna vez lo hizo ¿Quién engañó a Roger Rabbit?, que los clásicos son parodias que cuentan su propia historia y que los niños y los adultos se parecen porque se sienten ogros marginados y tienen muchas ganas de reírse.