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"Britannia Hospital", una película con mil recursos desperdiciados
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Desde la primera escena ya se entera uno cómo va a ser "Britannia Hospital", la película de Lindsay Anderson. Un enfermo de pulmonía llega al hospital en ambulancia. Lo mueven como a un bulto de papas. En la sala donde lo llevan los médicos están jugando cartas. Miran al enfermo, siguen jugando, miran el reloj, se dan cuenta que ya terminó su turno y se van. El enfermo abandonado respira trabajosamente hasta que deja caer el brazo, señal inconfundible de que ha muerto. La escena no deja dudas: esta comenzando una película de esas que denominamos temáticas con dimensión crítica.
Más tarde aparecerá Travis Malcolm McDowell con los gestos que hace entodas las películas en que no tiene un director que lo controle. Está filmando clandestinamente todo lo que sucede en el hospital, especialmente al doctor Millar y a la doctora McMillan, que algo raro están tramando. Y pensamos que va a ser otra película con héroe periodista que desenmascara entuertos. Una nueva exaltación del periodismo investigativo.
Cuando vemos que Millar y McMillan están construyendo un cuerpo humano con partes de varios cadáveres, para producir un superhombre, entramos en el terreno de la ciencia ficción con ese tinte de locura que se le suele poner en los ojos del autor de este tipo de proyectos.
En el fondo uno conserva la esperanza de que la película relacione estos tres aspectos. Todavía puede hacerlo. No importa que le dé por introducir a la Reina Isabel que va a hacer una visita para celebrar el quinto centenario de la fundación del hospital. ¿Por qué no va a poder relacionar también el conflicto que se arma con el sindicato del hospital que se lanza a la huelga en ese momento, y el que surge con la manifestación que se ha formado en la puerta contra el presidente de un país africano que se encuentra ahí en tratamiento? Nadie ha dicho que una película no puede incluir sino determinado número de conflictos y temas. Todo puede tener un punto o dimensión de convergencia que le dé sentido a la pluralidad. Pero cuando el espectador nota que las líneas propuestas flaquean entonces el armazón que se está levantando comienza a tambalear poco a poco.
¿Para qué todas las peripecias de Travis y su filmación clandestina si el genio loco, Millar, ha llamado todo un equipo de la BBC para que filme el experimento de principio a fin? Queda sin razón de ser esa linea dramática. Queda al desnudo que se había armado ese tinglado con el único objeto de justificar la presencia de Malcolm McDowell, al cual se le corta la cabeza al final para que entre a formar parte del cuerpo del superhombre que está construyendo el doctor Millar.
Pero también este experimento tiene una incoherencia que le quita el peso que pudo haber adquirido. Ya está armado el superhombre. Algo falla porque se vuelve contra sus creadores y éstos tienen que destruirlo. Hasta ahí todo entra en la lógica de las películas que quieren demostrar que la tecnología se vuelve un peligro para el hombre. Y ahora, ¿qué le va a presentar Millar a la Reina Isabel si su experimento ha fracasado? No se sabe de dónde saca el doctor un aparato que es sólo cerebro y voz y que conducirá ahora a la humanidad por el camino de la paz y el progreso. ¿Para qué entonces toda la intriga de la construcción del cuerpo con fragmentos de otros si el verdadero experimento era este aparato que sale de la nada? Y falta lo mejor. El discurso de Millar antes de presentar el cerebro que ha creado. Un discurso que deja callados a todos, a la Reina, a los sindicalistas, a los manifestantes y a los médicos. Es el último recurso para dar unidad a una película que luchado desesperadamente por plantear todos los problemas que vive el hombre de hoy y que, al mismo tiempo, siente como todo se le dispersa y pierde coherencia. Quería demostrar muchas cosas y no alcanzó ni siquiera esbozar una con fuerza.
Hernando Martínez Pardo