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Tuvalu

Quizás esta película sea la más interesante en la cartelera de hoy.

13 de octubre de 2002

Director: Veit Helmer
Protagonistas: Denis Lavant, Chulpan Khamatova, Philippe Clay, Terrence Gillespie, E.J. Callahan

Es, sobre todo, una curiosidad. Una película que recrea el espíritu, las técnicas y los recursos dramáticos del cine mudo para reírse de las mentiras del progreso, las torpezas de la tecnología y las peligrosas promesas del dinero. Sí, es un conmovedor experimento. Y es muy probable que le haya servido a su director, el alemán Veit Helmer, para apropiarse de los secretos del lenguaje cinematográfico. Pero lo mejor, cuando uno se decide a verla, es sentarse frente a la pantalla con la actitud de quien entra en un museo para encontrar pequeños tesoros perdidos. Quien busque personajes sofisticados y dramas originales, quedará decepcionado.

Tuvalu es, pues, una divertida suma de hallazgos visuales. Y, en medio del absurdo de su historia, es la isla a la que los dos protagonistas quieren llegar. El, Antón, un tipo tímido y nervioso, se encuentra atrapado en los baños públicos de su padre, que quedan en el pueblo fantasma de Varna, cerca del mar Negro, y le dedica todos sus días a la inútil reparación del edificio en ruinas y a la adecuación sin fin de la aparatosa maquinaria que le da vida a una piscina a la que ya sólo asisten los viejos del lugar. Ella, Eva, la encantadora hija del capitán de un barco a punto de naufragar, acaba de llegar a aquel poblado, hecho de dos edificios, en donde muy pronto se construirá una ciudad común y corriente, y en lo único que piensa es en cómo salir de ahí sin perder la cabeza.

Tuvalu tiene heroínas en apuros y villanos desalmados, presenta persecuciones y bromas enloquecidas, y les rinde homenaje a las figuras de Charles Chaplin y Buster Keaton, pero no puede decirse, al final, que se trate de cine mudo. No sólo porque juegue con los sonidos -el propio Chaplin usó ruidos, desde Luces de la ciudad, para resolver las preguntas de sus tramas-, ni porque se pronuncien nombres propios y gemidos en varios idiomas, sino, sobre todo, porque se trata de cine mudo a propósito. Es decir, de cine mudo pero sin la ingenuidad, sin el blanco y negro involuntario, sin aquel esfuerzo por conquistar un medio que nadie comprendía por ser nuevo.

Tuvalu es, como se dijo, un juego, un largometraje para coleccionistas: pone en evidencia la naturaleza del lenguaje cinematográfico y nos recuerda que cualquier película debería entenderse sin palabras, sin complejas bandas sonoras, sin volumen, porque el cine es movimiento, sólo eso, y los subtítulos deberían revelarnos detalles menores. Sí, eso es. Tuvalu es un drama confuso y artificioso, pero es un maravilloso experimento que nos regala imágenes brillantes (la mujer que cobra botones a la entrada de los baños públicos, la máquina que reproduce el ruido de las piscinas, los viejos que tapan las goteras con sus paraguas) y nos sugiere mirar al mundo de nuestros padres -capitanes de barco, hombres honorables, cineastas del pasado- para comenzar, después, el viaje.