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Un adolescente empantanado

El mito sigue vigente 30 años después de la muerte de Andrés Caicedo. El lanzamiento de 'El cuento de mi vida', un libro de memorias, revitaliza el culto por el autor de '¡Que viva la música!'.

24 de febrero de 2007

Con Andrés Caicedo pasa lo mismo que con James Dean, Marilyn Monroe y John Lennon. El principal motivo para recordar al autor de la mítica novela ¡Que viva la música! es el aniversario de su muerte, y más cuando se cumple un múltiplo de cinco. El próximo 4 de marzo se conmemoran 30 años del suicidio de Caicedo, quien había advertido que no valía la pena vivir más de 25 años y, a diferencia de los Who, que en 1965 cantaron "Ojalá muera antes de volverme viejo" y ya sesentones acaban de lanzar su álbum Endless wire, Caicedo sí se tomó al pie de la letra a sí mismo. En su apartamento se tomó 60 pepas de seconal (era su tercer intento de suicidio) y su muerte coincidió con la publicación de ¡Que viva la música!, lo que ayudó a darle un aura mística a un flaco, desgarbado y mechudo fanático del cine serie B y los Rolling Stones.

Gracias a esa novela, así como a las ediciones de circulación limitada de Angelitos empantanados y Berenice (donde estaba su relato El atravesado), que circularon después de muerto, Cali se convirtió muy pronto en territorio sagrado para sus lectores, un territorio cuyos principales templos de culto eran el Dari Frost de la Sexta, el Parque del Barrio Versalles y el parqueadero de Sears, así como las crecidas del río Cali, de dimensiones bíblicas en sus relatos, y los paisajes del Valle del Cauca, de un verde intenso, un verde ácido y salado como el mango biche.

Ávido lector de Edgar Allan Poe (andaba con una edición de sus obras completas bajo el brazo y decía que era su lastre), Caicedo siempre sintió fascinación por la autodestrucción de los seres humanos, así que muchos de sus personajes son jóvenes de la clase alta que sucumben ante las drogas, caen en un abismo sin fondo y terminan muertos o en una finca amarrados a un palo de mango.

Hoy día es mucho más que un escritor que llena de nostalgia a un puñado de contemporáneos. Las nuevas generaciones lo leen como si fuera su compañero de viaje. De hecho, son innumerables los blogs en los que se habla de él o se reproducen sus textos. Como quien dice, Caicedo ya forma parte del patrimonio de las generaciones de los hippies, los punks, los metaleros, los alternativos grunge, los bloggers...

Tras la huella del escritor

Dos de los responsables de que el mito haya adquirido dimensiones son el cineasta Luis Ospina y el escritor, periodista y dramaturgo Sandro Romero Rey. Ellos prepararon en 1984 la edición de Destinitos fatales, que revivió el culto por Caicedo en Colombia. Fueron largos meses de trabajo que comenzaron cuando la familia de Caicedo les permitió acceder al baúl donde el escritor había guardado sus manuscritos, para que organizaran y publicaran el material inédito. Ospina y Romero también se encargaron de preparar los libros Ojo al cine (1997) y la edición de la novela inconclusa Noche sin fortuna, que Norma lanzó en 2002 con motivo de los 25 años de la muerte de Caicedo.
 
Luis Ospina recuerda que lo conoció apenas en 1971, en el Cine Club de los sábados que había organizado Andrés Caicedo y que se había convertido en un punto de encuentro obligado para la tribu caleña relacionada con el arte y la cultura. A Ospina le habían hablado de un muchacho torpe, flaco y tartamudo, pero hasta entonces nunca se habían cruzado. Caicedo tenía la característica de pasar inadvertido y, para completar, ambos eran muy tímidos.

A Caicedo le impactó conocer a Ospina porque consideraba que como vivía en Estados Unidos, había visto todavía más cine que él. Además, fue una especie de bastón porque Caicedo tenía un conocimiento muy precario del inglés y Ospina lo ayudaba a traducir textos y sobre todo las canciones de los Stones. Ambos desarrollaron una relación centrada en el trabajo, codirigían el cine club y fundaron la revista Ojo al cine, que funcionaba en la casa de Ospina.

Por su parte, Sandro Romero, nueve años menor que Caicedo y 11 que Ospina, era un adolescente enamorado del cine que se aparecía a lo que él llama "la misa sagrada de los sábados a las 12 y media" y cuya máxima aspiración era que Andrés lo saludara o se volteara a mirarlo. (Cualquier parecido con el Andrés de Andrés Carne de Res es pura coincidencia). "Mi relación con Caicedo comenzó en realidad después de su muerte. Yo me pregunté qué había pasado con lo que él había dejado y su familia me dejó organizar el baúl donde tenían todas sus textos". A diferencia de Ospina y Mayolo, que estaban en sus proyectos cinematográficos, Romero hacía teatro y tenía las tardes libres para dedicarse a organizar los manuscritos de Caicedo. "De pronto el no haber sido tan cercano a Andrés me permitió, desde el comienzo, mirar con algo de distancia y perspectiva su vida y su obra porque yo no sentí el dolor de su muerte de una manera tan directa como su familia y sus amigos".

Ambos coinciden en que su muerte era previsible porque Caicedo era una persona que no estaba hecha para la vida, que "sufría de sufrimiento". "No me lo imaginaría acá, sentado, de 50 y pico de años, ni dando conferencias como hacen todos los escritores. Ni siquiera me lo imagino de 30", señala Ospina. A diferencia de su prosa, que era vivaz, fresca y contundente, él era un ser despistado, poco fluido al hablar ("mejor te escribo", les decía a sus amigos), que no le gustaba que lo vieran comer (le echaba una tonelada de sal a todo y le fascinaban el mango biche y el chontaduro), que siempre estaba de afán (llegaba a un sitio y ya tenía que irse), y que se contentaba con oír y recrear historias de terceros que vivían la vida que él era incapaz de llevar. Pero, como señalan ambos, construyó de sí mismo un personaje literario.

Caicedo era incapaz de matar una mosca, pero le fascinaban esos personajes violentos y atrabiliarios como el narrador de El atravesado.

Caicedo era ante todo un ser muy disciplinado que comenzaba a escribir antes del amanecer, que devoraba cuanto libro pasaba por sus manos, y es totalmente falsa la idea de que escribía bajo los efectos de las drogas o el alcohol. "De hecho, al principio nos regañaba por fumar marihuana, esa cosa que empereza a la gente, como él decía, recuerda Ospina. Él les tenía miedo a las drogas porque sabía que no podía controlarlas, que le minaban la capacidad de trabajo". Con los años fue entrando en ese mundo y se sentía muy mal porque él no estaba preparado para ellas. Y es que en sus últimos años se fue alejando de su generación y se unió a un grupo de gente más joven que él, "al kínder de la corrupción".

Llama la atención que hayan pasado tantos años para que la obra de Caicedo se haya hecho pública, así a cuentagotas. "Al comienzo la familia de Andrés no era consciente del tesoro que tenían en sus manos", señala Romero. Pero el paso del tiempo ha demostrado la solidez de su obra. Todavía falta publicar sus guiones de cine y sus cartas. A él le gustaba mucho el género epistolar y decía que sus mejores escritos eran precisamente esas cartas de ocho, 10, 11 cuartillas que les enviaba a sus amigos.

Ospina y Romero dicen estar un tanto aburridos de cargar con el fardo de "este velorio eterno, de cargar con ese cadáver insepulto. A mí no hay mes que no me llame alguien para preguntarme algo sobre Andrés, o mostrarme un video", dice Ospina.

Eso sí, esperan estar al pie del cañón para conmemorar dentro de 20 años medio siglo de la muerte de Caicedo con una obra que piensan titular Caliwood Babylon.