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Un lugar en el mundo

Tres relatos sobre la identidad y las frágiles relaciones humanas.

Luis Fernando Afanador
3 de julio de 2000

Richard Ford
De Mujeres con Hombres
Anagrama, 1999
245 Paginas
$ 37.000



El mujeriego, Martin Austin, un agente comercial de una importante empresa papelera de Chicago, es invitado a París por una editorial. Austin tiene 44 años, lleva varios años de casado, no tiene hijos y va a tener una aventura con Joséphine Belliard, redactora de la editorial. Así de simples, así de triviales, son los argumentos de Richard Ford.

Desde luego que todo es una apariencia, que se trata de otra cosa. Richard Ford es un maestro en convertir las experiencias corrientes de la vida en una gran aventura existencial. Un vulgar adulterio es la puerta que puede llevar a sus personajes a entender lo frágil y precario que resulta tener una identidad, lo amenazado que está nuestro lugar en el mundo.

Austin creía ‘tenerse’ muy seguro. De hecho, si se lo hubieran preguntado, habría respondido sin vacilación que amaba y admiraba a Bárbara, su esposa, que estaba seguro de envejecer y morir con ella. En sus viajes había tenido muchas aventuras y le era fácil adivinar que detrás del sugestivo rostro de Joséphine se escondía una previsible francesa de clase media. Lo extraño de esta aventura —por cierto, más imaginaria que real— no es que Austin abandone a su esposa o que intente vivir con Joséphine y fracase: no es ninguna de las reducidas variantes en que suelen terminar las infidelidades. Lo extraño es que su vida pierda para siempre ‘algo’ fundamental, que ya nunca más pueda volver a ‘repatriarse’ a sí mismo.

¿Es un error estar ‘fijado’ a uno mismo? ¿O el error consiste en introducir cambios, aunque sean sutiles? Es difícil saberlo, es difícil establecer a ciencia cierta qué tipo de relaciones deben entablar entre sí los seres humanos. Sin quererlo, sin darnos cuenta, tratando únicamente de poner orden en nuestras vidas, podemos alterar los cruciales nexos que nos unen a otras personas y que garantizan la felicidad. Los personajes de Ford no tienen ninguna respuesta, no están seguros de nada.

En una ficción en la que suceden pocas cosas, en la que escasean ‘los hechos’, el acento estará puesto en la riqueza interior. Lo importante no es lo que pasa sino lo que uno hace con lo que pasa. Por eso la densidad sicológica, la primacía de la mirada subjetiva, la falta de intriga —todo lo pasado de moda en literatura—, constituye paradójicamente la fuerza de esta escritura.

“El amor es lo que dos personas deciden hacer juntas, Larry. No es una religión”. Son palabras de la tía Doris a su sobrino en el segundo relato, Celos, quizá el más bello de los tres que componen este libro. La víspera del día de Acción de Gracias, Doris y Larry emprenden un largo viaje desde Dutton —donde Larry vive con su padre— hasta Seattle. Van a visitar a la madre de Larry y hermana de Doris. Para ambos será un viaje definitivo. Presenciar un crimen en un bar les cambiará la vida: la tía Doris tomará la decisión de terminar la relación que tiene con su cuñado y que originó el divorcio; Larry se convertirá en un hombre: “Y tuve esa sensación de terror que sientes cuando te ahogas y ves que la vida se te escapa por momentos —rápida, velozmente, segundo a segundo—, y tienes que hacer algo para salvarte, pero no puedes, y sólo entonces recuerdas que eres tú quien lo está causando todo, y que sólo tú puedes detenerlo”.

En el tercer relato, Occidentales, volveremos a París. Charley Matthews, divorciado, ex profesor en una universidad de Ohio, convertido en novelista, viaja a Francia con su amante —las mujeres serán siempre esa posibilidad de perder y de alcanzar ese “lugar en el mundo”— porque allí quieren traducirlo. En Estados Unidos era un escritor ‘intrascendente’, en cambio en Francia puede llegar a ser un escritor ‘interesante’. Occidentales es una sátira al París idealizado por los escritores norteamericanos y al París ‘real’ de los turistas gringos. Y una reivindicación del París inexistente, ese territorio que también puede llamarse distancia, prisma, y que sirve para captar la naturaleza elusiva de nuestra identidad.