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Roberto Bolaño, el 2 de noviembre de 1998, en Barcelona

LITERATURA

Un mito que no quiso ser

Roberto Bolaño se convirtió en un fenómeno en Estados Unidos. Consuelo Gaitán, quien lo conoció, traza una semblanza de un hombre que cambió para siempre las letras latinoamericanas.

4 de abril de 2009

Roberto Bolaño tenía el rostro melancólico y una hermosa voz. Lo conocí cuando yo trabajaba en el Icci (Instituto Catalán de Cooperación Iberoamericana) coordinando la Cátedra de las Américas, que se ocupaba de llevar escritores latinoamericanos a Barcelona para que impartieran conferencias que reabrieran el debate sobre el quehacer literario en América Latina, cuyo silencio en España ya era ensordecedor. Todos los escritores invitados vivían fuera de España y cuando incluí el nombre de Bolaño entre los invitados no hubo la más mínima objeción. Era completamente natural que estuviera allí, así viviera a una hora de Barcelona, en la pequeña ciudad de Blanes.

A esas alturas (2002), Bolaño era ya un escritor consagrado, traducido a varios idiomas y una celebridad en el mundo de las letras. Sin embargo, estaba lejos de imaginar que su vida y obra se iban a convertir en esa feroz rapiña en que ha devenido desde que su ex mujer decidiera, contraviniendo los deseos expresos de Bolaño, entregar su legado a los agentes literarios, inicialmente a Carmen Balcells y ahora a A. Wylie, conocido mundialmente no tanto por su defensa de los derechos de los escritores o su buen ojo literario como por su ferocidad como negociador y su habilidad para "crear" productos mediáticos.

Qué ironía. Bolaño sabía claramente el lugar que ocupaba en el mundo de las letras, pero más claramente sabía el lugar en donde NO quería estar. Como dijo acertadamente Juan Villoro: "No aspiraba al trato de autor distinguido. La paradoja es que la posteridad lo transformó en un mito. El mundo suele encandilarse con lo que se le resiste: el asocial Kafka está en todas las 'boutiques' de Praga y Bolaño es el superestrella que vivió para no serlo". Cuando Bolaño vivía, los juegos literarios llenos de inteligencia y humor en donde mezclaba ficción con realidad eran eso, literatura. Infinidad de veces utilizaba la primera persona en cuentos, ensayos, poesía y a ningún crítico se le ocurría señalar que lo más importante de esas piezas literarias es que correspondieran a un episodio de su vida. Lo que se está vendiendo hoy es la imagen romántica, de outsider, de un latinoamericano desconocido, fracasado, desastrado y hasta heroinómano (muchos de sus personajes tienen estas características) que resultó ser un gran genio de la literatura. Si bien tuvo etapas de penuria (¿no las tuvo García Márquez?), muchas veces por su tenaz voluntad de no someterse a situaciones que consideraba más ignominiosas, los pagos que recibía por sus libros no eran nada desdeñables (no en vano publicaba en España, Francia e Italia en las que él consideraba editoriales más prestigiosas). Como lo demuestra su prosa, era un hombre vital, excelente padre de familia, y muy leal con sus amigos. En lo que sí era un verdadero outsider era en su desprecio por los honores, en su extraordinario sentido del humor para burlarse de la medianía intelectual de sus contemporáneos, en deleitarnos con su prosa criticando a quienes se consideran "grandes personalidades" (desde Isabel Allende hasta Vargas Llosa).

Volviendo a la Cátedra de las Américas, Bolaño leyó dos conferencias, precedidas por una excelente presentación del crítico literario y gran amigo suyo Ignacio Echevarría (su albacea literario). Cuando leyó la primera conferencia, 'Los Mitos de Chtulhu', era imposible no echarse a reír a grandes carcajadas ante la mención de la influencia de Pitita Ridruejo, Sánchez Dragó, Pérez Reverte y Penélope Cruz para demostrar el saludable estado de la actual literatura en lengua española. (Es algo así como afirmar que la literatura colombiana está en su mejor momento gracias a los aportes de Pinchao, el salón literario de Gloria Luz Gutiérrez, los poemas de Aura Cristina Geithner o los libros de David Sánchez Juliao). Y, sin embargo, los asistentes, básicamente miembros del mundo académico, lo único que lograban era un escaso control de sus mandíbulas inferiores (para no terminar con la boca totalmente abierta), puesto que la hermosura y contundencia de su prosa hacían que este original panorama no fuera fácilmente desdeñable. En el fondo, este devastador y humorístico diagnóstico era lo más serio del mundo, una especie de ars poetica, como lo vino a demostrar meses más tarde con su novela 2666.

Como si fuera poco, a los dos días Bolaño nos sorprendió nuevamente con la lectura de su texto 'Literatura+enfermedad=enfermedad' con el cual nos desternillamos de risa y siguió subiendo el voltaje de nuestra admiración, pues ya no sólo hablaba magistralmente de literatura latinoamericana, francesa o rusa, sino que hacía una especie de metafísica de la enfermedad, que de paso era su enfermedad. Vimos en el aula magna de la Universidad de Barcelona a un hombre enfermo haciendo piruetas de alta calidad literaria sobre el viaje, el sexo y los libros, nadando libremente entre la autobiografía, el ensayo y la ficción, en fin, haciendo más de lo que se le pedía, o mejor, lo que no se le pedía.

Como Proust y Voltaire, a veces usaba su enfermedad como un pretexto para seguir encerrado en su estudio si su vena creativa así lo requería. Durante los años que duró la escritura de 2666, varias veces anuló compromisos de gran relevancia pues si se hallaba en un momento de máxima creatividad, bajo ningún motivo consentía suspender su actividad literaria por más que le reportara pérdidas considerables en lo económico. Aducía su estado de salud. Y era cierto, pues si hubiese atendido las innumerables invitaciones que se le hacían, no habría podido posponer durante el tiempo necesario el ineludible compromiso que tenemos todos con "la vieja dama" como la llamaba él, antes de culminar la obra con la cual de alguna manera le haría el quite a su condición de mortal.

El compromiso que tenía Bolaño con su obra era de tal magnitud que sólo hasta que dio por terminada 2666 (aunque, con seguridad, de estar vivo habría seguido corrigiendo y agregando datos en La parte de los crímenes, que, lamentablemente siguen sucediéndose en Ciudad Juárez) tomó la decisión de morirse. Porque pareciera que fue así: un lunes a las 5 de la tarde, después de haberle entregado a su editor el manuscrito de su último libro de cuentos El Gaucho insufrible y de haber dado las instrucciones precisas sobre el orden que debería llevar 2666, esa misma noche, con escasas horas de diferencia, comenzaba su última crisis hepática y era ingresado en un hospital de Barcelona donde moriría dos semanas más tarde.

Cuando Bolaño se refiere a la silenciosa muerte de Borges en Ginebra diciendo que "no sólo es elocuente, de hecho, habla hasta por los codos", parece referirse a la suya propia. La magnitud creativa de las más de 1.100 páginas de 2666 nos deja estupefactos. Lo que este hombre de rostro melancólico estaba amasando era la obra más hermosa y fascinante sobre el alcance de la abyección y la vileza humana. Más allá de lo puramente literario, que sobra por doquier, esta obra es un llamado de atención a nuestra indiferencia ante la propagación del horror. Su epígrafe lo anticipa todo: Un oasis de horror en medio de un desierto de aburrimiento. No deja de ser irónico que un hombre que escribía con un solo dedo (literalmente el índice derecho) y debilitado por la enfermedad, haya dejado una obra de tanta fuerza moral y literaria. Hacer arte con la descripción, en una prosa impecable, de más de 300 asesinatos es tener claro que hacer literatura es "saber meter la cabeza en lo oscuro, saber saltar al vacío, saber que la literatura básicamente es un oficio peligroso". Y vaya si lo es