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Carlos Prieto no sólo es un destacado violonchelista, sino escritor y políglota

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Un músico ejemplar

La semana pasada estuvo en Bogotá el gran violonchelista mexicano Carlos Prieto. Presentó su nuevo libro, 'Por la milenaria China', publicado por el Fondo de Cultura Económica. SEMANA habló con él sobre dos biografías igual de apasionantes: la suya y la de su violonchelo.

5 de julio de 2009

Hace algo más de 2.000 años, en la Grecia clásica, existía una ciencia hoy ya olvidada llamada Fisiognomía, dedicada a estudiar las relaciones que había entre el alma y el cuerpo que la contenía y reflejaba. Lo que buscaba esa ciencia era identificar cómo se podía plasmar en el rostro de los hombres los rasgos de su espíritu: identificar, por ejemplo, en la curvatura de la nariz, en la línea de la mandíbula o en la intensidad de la mirada, virtudes y defectos como la templanza, la envidia, la gallardía o el humor melancólico. En los manuales que han sobrevivido se lee que la fisiognomía aventuraba tesis como que los labios muy delgados suelen ser signo de un carácter mezquino, y cierto azul celeste en los ojos un signo de nobleza. Por supuesto, aquella ciencia absurda no prosperó.

Y sin embargo, es inevitable pensar en ella cuando uno conoce al gran violonchelista mexicano Carlos Prieto. Tanto el azul de sus ojos como la callada distinción de elongada figura irradian una elegancia de otros tiempos, como signos de una inequívoca y extraordinaria nobleza de espíritu.

Carlos Prieto, quien pasó la semana pasada por Bogotá para presentar su más reciente libro, Por la milenaria China, publicado por el Fondo de Cultura Económica, nació en Ciudad de México y comenzó a tocar el chelo a los 4 años. Su padre fue buen amigo de Igor Stravinski, y Prieto heredó esa amistad muchos años después, cuando estudiaba en Moscú y Stravinski volvió al país tras décadas de exilio. Allí mismo, Prieto conoció al más grande compositor ruso del siglo XX, Dimitri Shostakovich, de quien dice estaba lleno de tics nerviosos, fruto de la enorme presión y el sufrimiento que soportó durante los años del estalinismo soviético.

Y si bien estudió economía e ingeniería en el MIT -el prestigioso Massachusetts Institute of Technology- finalmente, tras algunos años dedicado a ejercer su profesión, comprendió que el chelo era su vida, y se dedicó de lleno a él. Prieto estudió con grandes maestros como Leonard Rose, y fue precisamente en sus clases cuando conoció a Yo-Yo Ma, a quien lo une una profunda amistad. De hecho, habían dado un concierto juntos en Caracas la noche anterior a su llegada a Bogotá.

Pero Carlos Prieto es mucho más que un gran violonchelista. Para comenzar, es escritor: ha publicado seis libros sobre temas como sus viajes por la Unión Soviética y por China, y su pasión por los idiomas (habla ruso, ucraniano, portugués, francés, inglés, alemán, italiano...) lo ha llevado a publicar un libro muy curioso sobre el origen, evolución y resurrección de algunas lenguas. Pero tal vez uno de sus libros más admirables es Las aventuras de un violonchelo, la biografía de los 260 años de vida de su propio chelo, que es nada menos que un Stradivarius fabricado en 1720, conocido como el 'Piatti'.

La vida de un instrumento
La historia de su 'Piatti' -dice su gran amigo el escritor Álvaro Mutis en el prólogo del libro- resultó ser una insólita y truculenta novela, que con gusto hubiera firmado el mismísimo Alejandro Dumas. Y para muestra, un botón: a comienzos del siglo XX, el 'Piatti' -después de un periplo por Irlanda, Inglaterra y tierras americanas- estaba en manos de la familia Mendelssohn, sobrinos del gran compositor Félix Mendelssohn. En 1936, y a pesar de que la familia había sido nombrada 'aria honoraria' por los nazis (!), las obras del gran compositor fueron prohibidas y el cerco sobre los judíos se cerraba de una manera aterradora. Uno de ellos, el joven chelista Francesco Mendelssohn, intentó emigrar, y si bien las puertas de salida de la Alemania nacionalsocialista estaban abiertas para los judíos, una cosa muy distinta era dejarlos salir con sus tesoros. Esos se tenían que quedar. Francesco se fue entonces a vivir a un pueblo cercano a la frontera con Suiza. En la ciudad suiza de Basilea vivía la familia Busch, músicos amigos. Francesco se hizo invitar por ellos, con la mayor frecuencia posible, a tocar música de cámara. Se compró para ello un chelo en pésimo estado, que solía meter en una bolsa de lona cada vez que atravesaba la frontera en bicicleta. Las primeras veces, los guardias de la frontera lo inspeccionaron con sospechoso rigor, pero al comprobar tanto el estado del chelo como la apariencia de su dueño, lo dejaron pasar. Después de repetir el ejercicio 15 veces, ya no se molestaban. Y así, un buen día, atravesó la frontera en bicicleta, con su Stradivarius en la bolsa de lona, para no volver. Es en ese mismo violonchelo que Carlos Prieto interpretó la semana pasada algunos movimientos de la tercera suite para chelo de Bach en Bogotá.

La vocación del humanista
"Desde muy niño tuve un interés natural por la música, pero no se me reveló como la pasión mayor de una vida hasta la noche milagrosa en que descubrí el alma del chelo en las manos de Carlos Prieto. Fue una revelación que me contagió para siempre con los misterios de la música y la felicidad de un gran amigo". Esto escribió sobre él otro de sus grandes amigos, Gabriel García Márquez. Y es que Carlos Prieto cultiva con igual insistencia la pasión musical, el gusto intelectual y el esquivo y difícil arte de la amistad. Pero además, Prieto se ha dedicado con asombroso ahínco a promover a los compositores latinoamericanos. Ha estrenado más de 80 obras para violonchelo, casi todas escritas para él por muchos de los más reconocidos compositores de América Latina y España. Y entre sus 85 discos grabados están desde las seis suites para chelo de Bach hasta obras de la vanguardia musical de América Latina.

Su lista de premios y distinciones es inacabable. Y es presidente de la Fundación del Conservatorio de Rosas, el más antiguo de las Américas. Cada tres años, el Conservatorio, junto con el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes de México, lleva a cabo el Concurso Internacional de Violonchelo Carlos Prieto, así nombrado en reconocimiento a su carrera y a su labor de difusión de la música iberoamericana.

Antes de comenzar
Optimista irreductible, de una educada jovialidad, Carlos Prieto no parece tener las ínfulas del intérprete-protagonista que hoy aquejan a tantos músicos, y se bautiza a sí mismo en la conversación que mantuvo con SEMANA como "un simple vehículo para transmitir la música de los grandes compositores al gran público". Es obvio que a pesar de su curiosidad insaciable por los idiomas, el de la música es el lenguaje que prefiere: "La música expresa lo que la palabra no puede. Y sin duda es un lenguaje universal por obvias razones: es el único que no requiere traducción".

Y para corroborar la idea de la universalidad del lenguaje musical, recuerda cómo en la China de Mao se prohibió toda ejecución de música occidental, pero tan sólo un año después de la muerte del líder, los acordes de las sinfonías de Beethoven llenaban muchos de los grandes auditorios del país. Beethoven no pertenece a Occidente, sino a toda la humanidad.

Con sus manos enormes y sus dedos larguísimos, Carlos Prieto ensaya en su 'Piatti', una hora antes de la presentación de su libro, en el auditorio que lleva el nombre de su gran amigo -Gabriel García Márquez-, con quien estuvo de vacaciones en Cartagena hace un par de años. Mira un tanto agitado a su esposa, María Isabel, pianista y violonchelista española, quien le devuelve la mirada con una calma delicada desde una de las butacas del auditorio. Él ensaya dos versiones de un fragmento de una suite y le pregunta cuál le suena mejor. Ella no duda en su elección: la segunda. Y él le hace caso. Parece evidente que para este intérprete ejemplar, la música puede ser sin duda una gran pasión, pero no es más que su segundo amor.