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Una historia de amor

En 'Memoria de mis putas tristes', el Nobel colombiano reivindica el amor como único recurso contra el paso del tiempo. Luis Fernando Afanador, crítico de libros de SEMANA, comenta la novela.

30 de octubre de 2004

¡Al fin tuvimos el libro! Siempre, alrededor de cada nuevo libro de García Márquez, en una predecible operación de marketing, hay mucha expectativa y mucho misterio. Pero esta vez exageraron los responsables del asunto: se les fue la mano. Nunca supimos la fecha de aparición; nunca, como era la costumbre, hubo una copia disponible para los periodistas o los comentaristas a quienes les dieron un tratamiento de editores piratas. Por cierto, el lamentable suceso del libro, finalmente pirateado antes de su lanzamiento oficial, mostró que las estrictas medidas de seguridad estaban en el lugar equivocado.

Tuvimos, entonces, después de tanta parafernalia, acceso al anhelado libro. La primera impresión: no era para tanto. O, como le dijo Fermina Daza a sus expectantes familiares a su regreso de un largo viaje por Europa: "Más es la bulla".

Sí, más fue la bulla. Memoria de mis putas tristes es una obra menor de García Márquez. Más que una novela, parece un cuento extenso vuelto novela a la fuerza, con gatos y muertes violentas. Y no le llega a los tobillos a sus otras dos novelas breves y maestras: El coronel no tiene quien le escriba y Crónica de una muerte anunciada. Sin embargo, hay que andar con cuidado. García Márquez, siendo malo, es bueno. A pesar de sus defectos, Memoria de mis putas tristes está muy bien escrita, se lee con gusto hasta el final y tiene una buena cantidad de frases memorables sobre el amor y la vejez.

La historia es esta: un viejo profesor de gramática y latín (no conoceremos su nombre, sólo su apodo: Mustio Collado), melómano y columnista del diario local en una ciudad que no se nombra pero que es Barranquilla, decide con motivo de su cumpleaños número 90 regalarse una noche de amor loco con una adolescente virgen. Para cumplir su fantasía, el profesor Collado no tiene otro remedio que llamar a Rosa Cabarcas, la alcahueta de una casa clandestina a la que solía ir con regularidad pero a la que hace mucho tiempo no ha vuelto: "Ay mi sabio triste, te desapareces 20 años y sólo vuelves para pedir imposibles".

El sabio profesor, que se encuentra en uso de buen retiro, fue un putañero de respeto: entre sus 20 y 50 años de edad alcanzó a frecuentar, según sus bien llevadas cuentas, nada menos 514 'trabajadoras sexuales', como eufemísticamente se estila decir ahora, cifra que fue disminuyendo porque, por obvias razones, entró después en un período de apatía (al igual que García Márquez, yo también prefiero decir putas, no por irrespeto -todo lo contrario- sino porque me parece más castizo y más eufónico. Qué tal, por ejemplo, el horror de tener que decir 'tercera edad' o 'adulto mayor' cuando la palabra viejo es tan bonita: mi viejo, "es un buen tipo mi viejo". Claro, ahora la palabra es más 'pulcra', pero ya no son importantes socialmente).

Rosa Cabarcas es muy eficiente en su oficio. A pesar de la dificultad de conseguir una mujer virgen en esta época, ella lo hace muy rápido: "Tienes una suerte de bobo, me dijo. Encontré una pavita mejor de la que querías, pero tiene un percance: anda apenas por los 14 años". Vestido con sus mejores galas, Collado se dirige al burdel que ya no es ni la sombra de lo que fue. Son las 10 de la noche y la muchacha, una obrerita de una fábrica de botones, morena, delgada, de pelo corto y rizado, se encuentra dormida. Para controlar el pánico de la primera vez, doña Rosa le ha dado su buena dosis de valeriana.

Este hecho de la muchacha siempre dormida y el viejo que la contempla será la constante de sus encuentros. Aquí, García Márquez le rinde un tributo a La casa de las bellas durmientes, la novela de Yasunari Kawabata que, según ha dicho varias veces, a él le hubiera gustado escribir. Y, en efecto, en la obra de Kawabata hay una trama similar, hombres viejos y acomodados acuden a un burdel en las afueras de Tokio para pasar la noche en compañía de bellas jóvenes vírgenes -¡putas vírgenes!- que se encuentran desnudas bajo una manta eléctrica. Les está prohibido tocarlas y sólo pueden, como lo hace Eguchi, el protagonista, un hombre de 67 años, entregarse a la ensoñación y a los febriles y atormentados recuerdos.

La idea es similar pero el desarrollo es distinto. El personaje de García Márquez terminará enamorándose perdidamente de Delgadina (así decide bautizarla Collado) y ella de él: el final es feliz, triunfa el amor que alargará la vida del nonagenario, al menos 10 años más. En realidad el título del libro, que es muy bueno, no es adecuado. Esta no es una historia de putas tristes sino de amor feliz. Collado no nos cuenta lo que le pasó con las 514 putas con las cuales se acostó -qué bueno hubiera sido- sino cómo fue descubriendo las maravillas del amor: "Siempre había entendido que morirse de amor no era más que una licencia poética. Aquella tarde, de regreso a casa otra vez sin el gato y sin ella, comprobé que no sólo era posible morirse, sino que yo mismo, viejo y sin nadie, estaba muriéndome de amor". Memoria de mis putas tristes parece más bien el fantasma errante de un capítulo perdido de El amor en los tiempos del cólera y, de hecho, Collado, con sus cartas de amor y su bajo perfil de hombre gris pero entrañable, recuerda demasiado a Florentino Ariza.

Muy bonito, de verdad, pero algo cursi. Y, sobre todo, inconsistente. Que un redomado putañero se arrepienta, vaya y venga, es posible: casos se han visto. Pero que Delgadina, sin volver a tomar valeriana, inexplicablemente siga durmiéndose -¿se aburrirá de la beata contemplación?- y además caiga rendida de amor -y no de sueño- resulta inverosímil a nivel del relato, y como nos lo enseñó el propio García Márquez, la literatura es un asunto de verosimilitud.

La historia que quiere contar García Márquez es una historia antigua y tremenda. Es nada menos que el drama de la humanidad: la vejez enamorada de la juventud, que es la belleza y la vida. La mente que no envejece y quiere permanecer, atrapada fatalmente en un cuerpo que se deteriora. Pero esa es una historia que sólo puede ser trágica como lo es La casa de las bellas durmientes o Muerte en Venecia: el profesor Aschenbach, rindiéndose sin apelación ante los sordos poderes de la muerte, sabe que detrás de su deseo por Tadzio -un muchacho fatuo- lo que hay en realidad es un amor sin esperanzas ante la vida y la belleza que huyen. El propio García Márquez, sin ir tan lejos, también lo supo alguna vez en ese hermoso cuento que es Muerte constante más allá del amor.