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Una joven de la vieja guardia

Se exhiben en una casa abandonada de Bogotá los dibujos de Marcela Rodríguez.

Fernando Gomez
17 de septiembre de 2001

Hay una mujer desnuda pintada de rojo. Un bebé que en lugar de boca tiene un agujero negro. Hay unos panties y un par de vestidos de noche colgados en la pared. Y un par de botas negras que, vistas desde cierta distancia, tienen la apariencia de un corsé similar a los que usaba Marilyn Monroe. Todas estas imágenes son dibujos, dibujos en gran formato; dibujos casi del tamaño de una persona, dibujos en papel, dibujos que hacen parte de los retazos de una autobiografía, una autobiografía íntima —demasiado secreta para quedar al descubierto en una exposición— pero con suficiente fuerza para transmitir algo.

La responsable de estos dibujos, Marcela Rodríguez, habla con desparpajo a medida que recorre su muestra en un edificio abandonado en la Zona Rosa, en la calle 81 con carrera 11 de Bogotá. Habla del miedo frente a un dibujo que a simple vista parece una mancha de color café pero que, luego de explorarlo un poco, deja al descubierto un perro rottweiler con bozal. Frente al dibujo del bebé con una boca parecida a un agujero negro habla de su primer hijo y de la impresión que le causaba la forma en que comía; habla de su aversión ocasional a ser una niña de sociedad y del porqué de los vestidos de noche abandonados en una pared blanca. Y a medida que habla se emociona, hace muecas y onomatopeyas, salta, estira su cuerpo, recuerda lo que hizo después de pintar cada obra, habla de erotismo frente a los dibujos de panties y a la mujer desnuda pintada de rojo. Y su actuación es innecesaria: todo lo que ella trata de explicar está en esos dibujos. No se requiere conocer sus historias personales para dejarse atrapar por lo que intentan transmitir: la angustia de algo, un algo que puede ser un estado de ánimo, un algo que puede traducirse en pura desesperación o en un sentimiento confuso, misterioso, agradable.

Marcela no es una artista convencional. Tiene 28 años y la mayor parte de su generación tiene un sino propio: la fotografía. Ella se quedó con la vieja guardia: el dibujo y la pintura. Y esta exposición es la muestra de que lo hace bien. Sus dibujos tienen un aire a Giacometti y a Egon Schiele. Están bien hechos. Y tienen una fuerza particular: invitan a crear historias. Son dibujos que parten de su vida, pero ¿quién puede saber que los dibujos de los dos niños extremadamente flacos, extremadamente desprotegidos, nacen de una investigación que abandonó sobre abuso sexual? ¿Quién puede saber que ella usa vestidos de noche color piel y que, de vez en cuando, le da pereza ir a una fiesta? Esas cosas son imposibles de saber, pero sus vestidos transmiten la idea de una mujer que no está, sus dibujos son dibujos sicológicos y, sin llegar a tener el drama de los cuentos y novelas de Kafka, el autor checo no se hubiera sentido mal en esta muestra. Es alguien que va a dar de qué hablar.