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Vidas paralelas

Recreando las vidas de Flora Tristán y de Paul Gauguin, Vargas Llosa examina en su nueva novela la vigencia de las utopías políticas y artísticas.

Luis Fernando Afanador
5 de mayo de 2003

Dos personajes históricos, Flora Tristán y Paul Gauguin, son los protagonistas de la nueva novela de Mario Vargas Llosa. La legendaria defensora de los derechos de la mujer y de los proletarios del mundo y el pintor que le abrió nuevos caminos al arte moderno. La abuela y el nieto. Nunca se conocieron, fueron radicalmente distintos, pero en la ficción del escritor peruano se reúnen como exponentes de dos utopías: la política y la artística. No se trata de desconocidos. Al contrario, abundan la literatura, las biografías y las interpretaciones sobre ellos. No obstante, de acuerdo al ya conocido rigor de Vargas Llosa, hay un dominio asombroso del material existente, una minuciosa investigación previa que incluyó hasta viajes por los lugares que fueron definitivos en sus vidas: Francia, Londres, Lima, Arequipa, Tahití y las islas Marquesas de los cuales, incluso, quedó un testimonio fotográfico hecho por su hija Morgana: 'Prácticamente he recorrido los lugares en donde vivieron ambos. Los sitios de Francia, por lo menos donde pasaron algún tiempo y donde tuvieron experiencias centrales'. Por supuesto, su idea no fue la de construir un libro exacto -se trata de una novela y no un libro de historia-, sino de familiarizarse con el entorno y los paisajes en los que se movieron. Pero, según lo saben todos los novelistas, por fuertes que sean los personajes históricos, siempre hay zonas de sombra en sus vidas. En el caso de Flora Tristán -ha afirmado Vargas Llosa en una entrevista reciente-, los años que van desde la fuga de su hogar, cuando embarazada de su tercer hijo escapa de la brutalidad de su esposo, André Chazal, hasta su viaje al Perú. Y en el caso de Gauguin, su vida peripatética, sus viajes no sólo geográficos sino también dentro del espacio social: el joven burgués próspero que va hacia el éxito económico y social y luego se convierte en un bohemio enloquecido, casi en un mendigo. Queda entonces, el segundo paso, más difícil: ¿Cómo organizar ese material ya conocido, cómo hacerlo novedoso? Aquí entramos al terreno de la técnica novelística, en la cual, qué duda cabe, Vargas Llosa es un maestro consumado. Paul Gauguin y Flora Tristán, en un contrapunto que durará 22 capítulos, irán alternando sus vidas. El presente de Flora son los últimos ocho meses de su gira por el sur de Francia promoviendo la Unión Obrera Internacional. El de Gauguin, los últimos siete años de su vida, en la Polinesia, que incluyen un breve regreso a Francia. En ambos casos, cada capítulo tiene vueltas al pasado, flashbacks que ilustrarán momentos clave de sus destinos. Y hay cambios permanentes, de la tercera a la segunda persona, para acercarse más a la conciencia de los personajes, para evitar la distancia impersonal de las biografías. Al igual que en las matemáticas, estas historias paralelas nunca se tocan en el relato. Sin embargo no es ahí donde hay que esperar la conexión, sino en el sentido último de la novela. Desde los extremos de la política y el arte, Flora y Gauguin buscaron la universalidad, se opusieron a los chatos nacionalismos. Justicia y libertad para la humanidad, no sólo para los obreros franceses o para las mujeres. Y un arte occidental decadente que sale al encuentro de las culturas primitivas y se llena de vitalidad. El único lunar de la novela -para algunos demasiado grande- es la diferencia de nivel entre las dos historias. La de Paul Gauguin es decididamente superior. La lectura que nos propone Vargas Llosa de sus cuadros y de las experiencias vitales que los hicieron posibles, resulta memorable. La prueba es que las dos muertes no son iguales. La de Flora Tristán, hasta cierto punto nos deja indiferentes; la de Paul Gauguin, nos conmueve como la muerte de Don Quijote. Para decirlo de manera fácil y pedestre: por esta última habría que darle ya a Vargas Llosa el premio Nobel de Literatura. Por la primera, tendría que resignarse a seguir haciendo fila.