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Retorno a la esperanza

El juego exhibido este año por las selecciones sub-17 y sub-20 es una licencia para soñar con el futuro del fútbol colombiano.

Armando Neira*
21 de diciembre de 2003

En un pais acostumbrado al exito fugaz, al hallazgo de un héroe a la vuelta de la esquina y al despertar con un triunfo de un protagonista que en la víspera nadie conocía, es natural la reacción ante las victorias de este año de las selecciones nacionales sub-17 y sub-20 de fútbol. De la noche a la mañana hicieron su ingreso los oráculos para contar y recontar que muchos meses atrás ellos ya habían augurado estos tiempos felices. Y no. Esos muchachos -como la mayoría de deportistas que en competencias de alto rendimiento se han arropado en los podios con la bandera de Colombia- germinaron entre el abandono y la improvisación. Se dieron casi silvestres.

La selección sub-17, dirigida por Eduardo Lara, y que ocupó un cuarto puesto en el Mundial llegó a Finlandia sin siquiera un partido internacional de preparación. A pesar de que en el Suramericano realizado en Bolivia, en mayo, logró la clasificación a un Mundial de esta categoría después de 10 años de ausencia, se le abandonó a su suerte. Apenas se les concentró en Bogotá para echar a rodar el balón por la cancha sintética de Compensar que, sin embargo, era muy distinta a las que el equipo se encontró en Helsinki.

El viaje de 16.000 kilómetros fue hecho apenas cuatro días antes del primer partido. Con ocho horas de diferencia horaria era lógico que en la jornada inaugural (contra México 0-0) se sintieran extraños, adormilados. Sin embargo esta prueba de fuego la pasaron y se adaptaron a los nuevos escenarios, al frío hábitat y asumieron los compromisos con una seriedad incuestionable. El equipo alcanzó finalmente el cuarto puesto y acumuló valores añadidos y hasta entonces inéditos para el balompié colombiano: una goleada de proporciones monumentales (9-0 contra Finlandia) y el Botín de Plata, título para el goleador del torneo, en este caso con Carlos Hidalgo, quien logró cinco anotaciones.

Hechos similares ocurrieron con la selección sub-20, dirigida por Reinaldo Rueda, y que clasificó también a un mundial en esta categoría después de una década de ausencia. El retorno fue sobresaliente: no jugó la final por un penalty en contra en la agonía de un tenso partido contra España, el campeón de Europa y abastecido por jugadores del Real Madrid y el Barcelona. A pesar de que la sub-20 sí contó con los recursos y partidos internacionales (Torneo de Toulon, Juegos Panamericanos y Bolivarianos, encuentros de preparación en Corea y adaptación en España), necesarios para una preparación óptima, hay que reflexionar sobre la política inmediatista, propia de la cultura nacional, que se le aplicó a parte importante de sus jugadores. Hace dos años los directivos en un acto de aislada sensatez declararon que los clubes deberían utilizar un jugador menor de 20 años en cada partido de la liga de fútbol profesional para sembrar futuro y afianzar la confianza de los deportistas. Pero hecha la ley hecha la trampa. Algunos técnicos convirtieron su actuación en una burla. Los alineaban de titular y a los pocos minutos los cambiaban con el argumento de que necesitaban uno más experimentado, muchas veces ante la hilaridad o el desinterés del público y la prensa, y la mirada al otro lado de los directivos. Hay casos como el del portero Héctor Landázuri que en su club, Envigado, no le han dejado jugar ni un solo minuto o el de Pablo Pachón, que en Santa Fe en un año apenas sumó 90 minutos, es decir, lo equivalente a un partido de experiencia. El promedio de participación de los jugadores brasileños que llegaron al Mundial de Emiratos Arabes en los torneos profesionales de su país es de 50 partidos.

Sin embargo en ambos casos Lara y Rueda se armaron de paciencia, les tocaron el corazón a sus jugadores y los invitaron a un viaje por sus propias nostalgias. Les dijeron que el fútbol era una oportunidad dorada para dejar atrás los escenarios de pobreza donde crecieron, para ayudar a la mamá que los trajo al mundo y para espantar los fantasmas de las necesidades económicas. Además les hablaron de la importancia de construir país, de tejer sociedad y de representar a Colombia. Y no lo hicieron sobre hechos abstractos sino sobre símbolos concretos. Eduardo Lara, por ejemplo, recuerda que la primera enseñanza a sus jugadores fue fundamental: aprender el Himno Nacional. "Infortunadamente la mayoría de los deportistas en nuestro país crecen en un medio donde el Estado es inexistente. Esto se evidencia en el hecho de que para ellos las instituciones son lejanas, distantes. Por eso nos sentábamos y ensayábamos, una y otra vez, el Himno Nacional hasta que se lo aprendieron", cuenta.

Lara recuerda con emoción que en las ceremonias previas a los partidos del Mundial él lloró viendo a sus 11 jugadores, con la camiseta de Colombia, la mano en el corazón y todos cantando al unísono el Himno Nacional. Rueda, por su parte, recuerda, que en esos viajes al interior de los muchachos les hablaba además de la familia y del país, de Dios. "Dios nos dio la vida, nos dio esta oportunidad y en honor a El no podemos desfallecer, sino crecernos como hombres inteligentes, honestos, optimistas".

Además del estímulo individual para subsanar las carencias estructurales, ambos técnicos aplicaron con sus equipos el siguiente decálogo. 1. Dibujo táctico. Jugaron tres defensores y dos volantes carrileros con licencia permanente para proyectarse: la estructura colectiva fue más ofensiva. 2. El atrevimiento de mediocampistas y delanteros: no sólo se apropiaron del área rival sino que le dispararon a la portería con potencia desde cualquier ángulo y distancia. 3. La identidad nacional: aunque en esencia se mantuvo, hubo una evolución en los frecuentes cambios de ritmo, lo que evitó los períodos de monotonía. 4. Un gol no es suficiente. En general, cuando iban arriba por la mínima diferencia los equipos no se refugiaron sino que prosiguieron en la lucha por conquistar más goles. 5. La actitud de los jugadores: ninguno dio muestras de fatiga o displicencia sino que en la mayoría de los partidos estuvieron al límite de su rendimiento. 6. La frialdad para definir. Aunque es un juego en el que la adrenalina bulle cuando estuvieron al frente del área primó la serenidad. 7. Fidelidad al estilo. Se demostró en el partido ante Irlanda de la sub-20 que en el extratiempo fue leal a su estilo a pesar de estar en una situación límite de ir hacia adelante, con orden y convencimiento. 8. Los valores: son deportistas buena gente, decentes y profesionales. 9. Alegría. El brillo de ambas selecciones fue siempre aplaudido. 10. Jugaron, se divirtieron, divirtieron y ganaron. En ambos casos se ubicaron en una élite del fúbtol juvenil: Colombia junto a Argentina, España y Brasil.

En un país acostumbrado a mirar con desdén su historia, es vital tomar a estas dos selecciones y llevar de la mano a sus jugadores. Es trascendental hacer escuela, sumar un proceso, para que al cabo de cinco años los muchachos que le brindaron alegría en 2003 le entreguen satisfacciones similares en la categoría de mayores. Y es vital abastecerlos de herramientas para su formación personal porque Lara y Rueda tienen que soltarlos y no van a estar siempre para protegerlos. Sin su guía se corre el riesgo de ver excelentes jugadores con destinos inciertos. Basta recordar los casos recientes de Asprilla, Ricard o Usuriaga. Si el país construye una cadena de experiencias, los éxitos de estos equipos no serán fugaces ni serán historias de héroes pasajeros sino la semilla de un futuro para soñar.

*Editor de crónica de SEMANA.