VUELTA OLIMPICA
El 15 de diciembre Cali festejó la segunda estrella del América.
Los caleños ya se habían resignado y los americanos comenzaron a preparar su fiesta. Ningún taxista dejó de proclamarse hincha del equipo rojo, de la Mechita que tres días antes se había proclamado campeón en Bogotá. El golazo de Juan Caicedo ante Millonarios y las derrotas de aquellos que perseguían al América en la tabla de posiciones habían hecho justicia una semana antes de lo previsto. Mil arreglos florales llegaron aquella mañana a la oficina de la Corporación América, agradeciendo así un trabajo serio que comenzó Gabriel Ochoa en diciembre del 78 y que le ha dado en casi cuatro años las dos estrellas que lucían los hinchas en sus banderas o en sus camisetas rojas.
Desde el día anterior resultaba imposible conseguir boletas para el partido contra el Cali. La hinchada, que rara vez llenó el estadio Pacual Guerrero a lo largo del año, quería ver la vuelta olímpica del América campeón.
LA CALMA DE LA TARDE
En Provenza, una finca en el pueblito de Candelaria, el técnico Ochoa revisaba con sus muchachos grabaciones de video. Los partidos del rival y los propios partidos mostraban los errores para corregir y las desventajas del rival para aprovechar. Llego un ramo de flores y Ochoa lo remitió a donde Beatriz Uribe de Borrero la gerente del Club América. "No quiero periodistas ni nada que distraiga a los jugadores" dijo enérgicamente. La disciplina del plantel fue la base del título y la única manera de ofrecerle a la hinchada un triunfo frente al Cali. Mientras tanto, la gente del Cali esperaba en un hotel la hora del partido.
Comentarios como "hoy lo dejamos todo en la cancha", "les dañamos la fiesta" no podían ocultar, sin embargo, un cierto escepticismo del técnico del Cali, Miguel Angel Basílico: "Casi se nos da este año. El equipo venía bien y el empate con Millonarios nos dañó la moral. Para mi sería una una alegría inmensa ganarle al América. De todos modos, quiero felicitar al doctor Ochoa y a su plantel, que ha realizado un gran trabajo en estos cuatro años. América está recogiendo los frutos de una siembra, basada en el progreso de un trabajo cuyo principal mérito es la continuidad".
Llegó la hora del partido. Las tribunas estaban llenas de gente, toda de rojo. Las banderas verdes del Cali sólo se veían en la tribuna norte. Comenzaron los gritos que la noche no pudo callar: "¡Campeón, campeón, campeón!!". Las banderas ondeaban, los tambores del Pacífico alegraban las tribunas, los americanos aplaudían.
En la tribuna de oriental, dos estrellas rodeadas de luces eléctricas distinguían una de las barras. Un grupo de americanos minusválidos estaba presente en la pista atlética con sus sillas de ruedas alineadas en espera del equipo rojo. Por la puerta de maratón se colaron algunos hinchas. Apenas unos cuantos de los miles que no se resignaban a quedarse fuera del estadio. De pronto salió América. Los papelitos, ese símbolo del fútbol que los argentinos exportaron durante su mundial, comenzaron a volar. Una enorme bandera roja con las dos estrellas fue desplegada en la mitad de la cancha. Los jugadores del América la rodearon y levantaron los brazos con aire triunfal. "Este año les tocaba a ellos" había reconocido horas antes Pepo, el utilero del Deportivo Cali.
Recibieron el trofeo y comenzó la vuelta olímpica. Un grito único invadió la ciudad: "¡¡Ochoa, Ochoa, Ochoa!!". Todo el estadio pedía la presencia del técnico al lado de su gente para recorrer los cuatrocientos metros de la pista del estadio. Pero él ya había dicho por radio que esperaría el desenlace del partido para encarar a la hinchada. Los jugadores del Cali y de la selección juvenil del Valle hicieron calle de honor. Himno de Colombia, himno del Valle. Se inició el partido.
LA NOCHE ROJA
Era la noche del América. El Cali era apenas un equipo del montón, en busca de un subcampeonato. Cuando los caleños tenían el balón se escuchaba una tremenda silbatina. El nerviosismo acabó con el Cali. Muy pronto sólo quedó con diez hombres en la cancha. Gol de Alfaro, gol de Penagos.
Cali jugaba de visitante en su propio campo, mientras los hinchas del América gritaban "ole, ole" cuando los de rojo tocaban el balón. En el segundo tiempo descontó Willington Ortíz, pero al final Humberto Sierra anotó por tercera vez en el arco caleño.
El partido en sí no importaba. Más allá del irregular arbitraje, del bajón americano del segundo tiempo y del juego brusco, lo que importaba era ver el baile de los diablos rojos, la victoria de la Mechita. Terminó el clásico. La gente gritaba "¡vuelta, vuelta!!" y América volvió a saludar a su hinchada. El arquero Falcioni corrió en busca de Gabriel Ochoa quien se mantuvo en su decisión de no dar la vuelta olímpica.
La fiesta de las tribunas se tomó la ciudad. Los buses salieron hacia los barrios llenos de banderas rojas a encontrarse con quienes habían oído el partido por la radio. En las casas rojas de los barrios del este nunca paró la fiesta. Tal vez la de 1979, la de la primera estrella, nunca se repita. Al fin y al cabo, aquella vez se rompió el embrujo del Garabato y hasta que no terminó el partido nadie estaba seguro de la estrella que venían buscando.
Pero esta vez el título ya estaba en el bolsillo. Sin embargo, no hubo vuelta olímpica en Bogotá, porque el técnico Ochoa quería rendir así un homenaje a Millonarios, el equipo de su alma, al que hizo campeón en los sesentas. Las calles se llenaron de autos. Los pocos hinchas del Cali pasaban veloces en sus motos, desafiando con dignidad y orgullo a los americanos. En ningún bar se escuchó Pachito el ché, himno de Colombia en la Copa Libertadores del 78, cuando los verdes eran los "propios" .
Algunos jugadores del Cali escuchaban los pitos lejanos que anunciaban la noche más roja del año. Willington y el Tigre Benitez no podían olvidar la rechifla que recibió el Cali. La única realidad en Cali era la fiesta americana. Fueron los mejores momentos del año y la hinchada del América no hubiera aceptado otro resultado. Las cosas son como son, y en 1982 siempre fueron rojas.
LA LEYENDA DEL GARABATO
Gabriel Ochoa Uribe llegó a Cali en 1978 para acabar una maldición. Durante años que se volvieron décadas, los hinchas de "la mechita", los seguidores del equipo de la camiseta roja y de los barrios polvorientos de Cali, esperaron que la estrella de campeones les alegrara la Navidad, esa que llega con los toros, con reinas de belleza y a veces con salsa de Puerto Rico y Nueva York. Pero nunca habían podido celebrar en sus calles de tierra una victoria americana.
Fueron subcampeones dos veces, gozaron de una que otra goleada al Cali, pero la hora de los campeones les había sido esquiva. Sufrieron cinco estrellas del Deportivo Cali y arrastraron sus banderas muchas tardes de domingo mientras se decían "América jugó como nunca y perdió como siempre". Poco a poco una premonición cualquiera se fue convirtiendo en leyenda: "Hasta que el América no se quite el diablo del escudo, no salen campeones". Era la llamada maldición del Garabato, un personaje de la mitología valluna, como Amparo Arrebato, la negra cuya fama se extiende a Panamá como Pachollanta el hincha que narraba los partidos del América por las calles, como el Richie Ray que llenó de salsa la feria del 69. La maldición del Garabato explicaba las derrotas y justificaba los fracasos. El equipo más popular de Colombia estaba poseído por un diablo rojo que era suyo pero que no quería estrellas a su lado, que no quería estrellas en el escudo.
Ochoa se encargó del equipo en diciembre del 78, y doce meses mas tarde se acabó la leyenda La maldición del Garabato sucumbió ante la seriedad y el espíritu de sacrificio. La estrella roja iluminó los barrios de Cali, la alegría americana invadió las calles, dobló las esquinas y no dejó ningún rincón a salvo de la rumba más grande que jamás Cali soportó. Las camisetas y las banderas rojas recibieron la estrella, la alojaron en su fondo rojo y la mostraron para enterrar la maldición. Pero el Diablo Rojo no volvió a verse. La pauta publicitaria acaparó la camiseta del América, como si la maldición se hubiera cumplido de todos modos. Un escudo con una estrella y un letrero enorme echaron al diablo de la camiseta, como si ambos no pudieran verse ni en pintura.