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El sueño cumplido

Durante décadas los economistas soñaron con un país sin inflación. Ahora que se vuelve realidad muchos se preguntan si realmente valía la pena luchar tanto por alcanzar esta meta.

15 de abril de 2002

El hecho ha pasado casi inadvertido: se está acabando la inflación en Colombia. El aumento en el índice de precios al consumidor fue 5,8 por ciento en los últimos 12 meses terminados en marzo pasado. El dato no sorprendió mucho quizá porque la inflación ha bajado de a poquitos. Pero, viéndolo bien, es realmente asombroso que en el país ya se cuenten con los dedos de una mano los puntos de crecimiento del costo de vida cuando hace unos años cualquier aumento en el salario mínimo o en el precio de la gasolina se contagiaba automáticamente a todos los productos, generando inflaciones anuales del 20 ó 30 por ciento.

No hay que olvidar que durante décadas los encargados de la política económica han soñado con un país sin inflación. Considerada un pesado lastre para el crecimiento y un castigo para el bolsillo de los pobres, controlar la inflación ha sido una de las grandes obsesiones de los economistas. Tan importante se consideró en Colombia este objetivo que se plasmó en la Constitución de 1991 como la principal misión del Banco de la República.

Pero ahora que el gran sueño se está convirtiendo en realidad muchos se preguntan si realmente era tan importante librar esa larga batalla contra el crecimiento de los precios. No han faltado quienes argumenten que, con un desempleo de dos dígitos, una economía estancada y una población empobrecida, de poco sirve tener una inflación que ya se puede comparar sin pena con la de los países desarrollados (la inflación europea es apenas 3 puntos inferior a la colombiana).

Quienes comparten este punto de vista opinan que no se puede considerar un triunfo algo que, en el fondo, es una consecuencia de la recesión. La causa más evidente de que los precios no suban es que no hay demanda. La crisis y el desempleo vaciaron el bolsillo de los consumidores a tal punto que ningún comerciante se puede dar el lujo de subir los precios porque sencillamente se queda sin clientes.

No obstante es demasiado simplista atribuir la menor inflación exclusivamente a la crisis. “Hay países con recesión y un alto nivel de inflación, como Venezuela en la actualidad. Si la política monetaria no es prudente puede haber recesión con inflación, que es el peor de los mundos”, explica Miguel Urrutia, gerente del Banco de la República. Los ejemplos de esto abundan. Uno es el de Ecuador en 1999, y otro más reciente es el de Argentina, país que se encamina otra vez hacia la hiperinflación.

De manera que en Colombia, aunque es evidente que la recesión ayudó a controlar el crecimiento de los precios, también hubo otras cosas. Quizás lo que ocurrió fue que la crisis de 1999 ocasionó un bajonazo inicial en la inflación que, combinado con una suficiente credibilidad en las metas anunciadas por las autoridades, bastó para modificar en forma definitiva las expectativas del público. Como es bien sabido, la inflación es en buena medida una profecía autocumplida. La sola expectativa de que las cosas van a subir de precio hace que todo el mundo ajuste hacia arriba el valor de sus productos, lo que induce así la inflación anunciada.

Las ventajas

¿Qué tanto bajó la inflación por mérito de las autoridades y qué tanto por efecto de la menor demanda? Esta pregunta es y seguirá siendo objeto de un debate interminable entre los expertos. Pero, independiente de esta discusión retrospectiva, hay un hecho cierto: hacia el futuro es muy bueno para la economía del país que se haya reducido tanto la inflación.

Cientos de estudios demuestran que los países con inflaciones bajas tienden a crecer más que los otros. Una de las explicaciones tiene que ver con la inversión. Cuando los precios suben los inversionistas prefieren comprar bienes inmuebles u otros activos que los protejan contra la pérdida de valor de la moneda en lugar de hacer inversiones productivas. De otro lado, cuando los precios cambian tanto, es difícil calcular la rentabilidad de los proyectos de inversión, sobre todo si son de largo plazo.

La inflación baja y estable también hace más transparente la contabilidad de las empresas. Es algo que empezó a notarse en el país a raíz de una resolución de la Contaduría General de la Nación que obligó a las empresas públicas a dejar de aplicar los ajustes por inflación en sus balances. En el caso de ISA, por ejemplo, esto implicó menores utilidades por 89.000 millones de pesos en 2001. Eran ganancias de alguna manera ficticias puesto que sólo provenían de ajustar el valor monetario de los bienes de la empresa. Pese a que dejó de contabilizar estas utilidades ‘artificiales’ ISA cumplió de sobra sus metas de dividendos.

Otro de los males conocidos de la inflación es que perjudica más a los pobres que a los ricos. Las personas con más poder adquisitivo tienen una mayor porción de su riqueza representada en bienes que se valorizan al ritmo del costo de vida, mientras que quienes viven exclusivamente de su salario ven cómo el poder de compra del mismo se va perdiendo a lo largo del año. Es la llamada erosión de sueldos, que se ha reducido sensiblemente en el país a medida que los precios se han vuelto más estables.

De otro lado, cuando la inflación es baja los contratos laborales se pueden hacer a plazos más largos, evitando así los costos y la incertidumbre de las negociaciones anuales. En realidad, si la inflación se llegara a reducir lo suficiente, los sindicatos se quedarían sin buena parte de su oficio actual.

Otra consecuencia muy importante de una inflación baja es que permite que haya crédito de largo plazo. La razón es sencilla. Cien pesos de hace 20 años equivalen a 4.000 pesos de hoy. El que hubiera prestado esos 100 pesos en 1982 para ser reembolsados en 2002 habría recibido como pago de su capital una cifra ridícula. Los mecanismos de indexación, como el Upac y la UVR, son en el fondo maneras artificiales de solucionar este problema. Pero ahora que la inflación comienza a ser lo suficientemente baja empieza a ser viable el crédito a plazos más largos. Y en el país hay muchos negocios que se dejan de aprovechar porque tardan mucho en producir las ganancias y por eso nadie les otorga financiamiento.

Las bellezas del mundo sin inflación son muchas y están muy bien descritas en los textos de economía. Pero los colombianos siguen sin percibir los beneficios palpables de haberle doblado el espinazo a este lastre histórico. Ahora que la ilusión de unos precios estables empieza a volverse realidad queda más claro que bajar la inflación no debe verse como un fin en sí mismo sino como un medio para generar más riqueza y prosperidad. Y mientras esto último no se vea los colombianos difícilmente van a apreciarlo.