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La apuesta

La reforma de las transferencias a las regiones va mucho más allá del ajuste fiscal. ¿Por qué tantas protestas?

25 de junio de 2001

Hace dos semanas los sindicatos de los maestros y los trabajadores de la salud se declararon en paro indefinido, en protesta contra la reforma constitucional que modifica las transferencias de recursos de la Nación a las regiones. Desde entonces han abundado las imágenes en los noticieros de manifestaciones en las que incluso han participado estudiantes, muchas veces sin entender muy bien qué es lo que rechazan. Por su parte el ministro de Hacienda, Juan Manuel Santos, ha defendido enérgicamente la reforma y ha señalado a Fecode como el gran enemigo del proyecto. Incluso ha dicho que si ésta se llegara a hundir, renunciaría.

Semejante revuelo se explica por lo mucho que está en juego con este acto legislativo que busca modificar tres artículos de la Constitución. De la suerte que corra en el Congreso depende nada menos que la viabilidad de las finanzas públicas, la estabilidad de la economía, y la forma como se distribuye la plata destinada a la educación y la salud en las regiones. Y más allá de esto, el curso que tome la descentralización administrativa, que después de 10 años ha traído muchos beneficios, pero también problemas que piden a gritos una solución.

La reforma a las transferencias, que esta semana entra en la recta final en el Congreso tiene su origen en el desequilibrio de las finanzas públicas que se acumuló durante años y estalló en 1999. La Constitución del 91 había previsto que la Nación le pasara a los gobiernos regionales una porción cada vez mayor de sus ingresos, para que éstos prestaran directamente servicios —como educación y salud— que hasta entonces estaban centralizados. La idea era que a medida que avanzaba la descentralización el gobierno nacional se redujera y gastara menos.

Pero ocurrió todo lo contrario. El gobierno central incrementó su gasto propio al mismo tiempo que transfería más recursos a las regiones. Los mandatarios locales, por su parte, también gastaron mucho más de lo que recibían, sin que hubiera claridad sobre cuáles eran las responsabilidades administrativas y fiscales de los alcaldes, gobernadores y el gobierno central.

El resultado final de este caos fue un gasto público desbordado, y una cascada de reformas tributarias para tratar de financiarlo. El aumento en los impuestos no bastó y para hacer sus pagos el gobierno se endeudó hasta el cuello. Tanto, que la deuda del gobierno central pasó de 14 por ciento del PIB en 1991 al 30 por ciento en 1999, sin que haya perspectivas de que pare de crecer en el corto plazo.



El arreglo

En otras palabras, la Nación se quebró. Y como la economía de un país no puede crecer sostenidamente con las finanzas públicas en ese estado, había que darle una solución de fondo al problema. Fue entonces cuando el entonces ministro Juan Camilo Restrepo, siguiendo las recomendaciones de varios expertos, propuso por primera vez hace dos años reformar las transferencias.

El argumento inicial era sencillo. Si el gobierno central tiene que transferir a las regiones casi la mitad de sus ingresos —como lo ordena la Constitución en la actualidad—, no hay reforma tributaria que alcance para tapar el hueco. Por cada peso adicional recaudado, sólo queda medio para sanear las arcas del Estado. La primera propuesta entonces era desligar las transferencias territoriales de los ingresos de la Nación y ponerlas a crecer únicamente al ritmo de la inflación. Si los recaudos tributarios crecían por encima de la inflación —que es lo normal— la Nación se quedaría con la diferencia.

Esta propuesta, sin embargo, no era viable políticamente. Los mandatarios locales no estaban dispuestos a apoyar algo que en el largo plazo los llevaría a recibir un menor porcentaje de los ingresos de la Nación. Por esta razón, para sacar adelante la reforma, el gobierno convocó una mesa de concertación a mediados del año pasado para discutir el tema con los representantes de las regiones. Este diálogo dio resultados y al cabo de un tiempo las partes se pusieron de acuerdo en una versión de la reforma que, al mismo tiempo que cumplía el objetivo de reducir el déficit fiscal, resultaba atractiva para los mandatarios locales y sus regiones. Tan pronto hubo acuerdo se inició el trámite legislativo para reformar la Constitución.

¿En qué consistió ese acuerdo que dejó a todos contentos? Primero, por unos años las transferencias ya no crecerían al ritmo de los ingresos de la Nación como sucede hoy, sino que aumentarían apenas un poco por encima de la inflación. Segundo, la Nación se comprometió a que sus gastos no aumentarían más allá del costo de vida. Es decir que si el gobierno les exigía apretarse el cinturón a los municipios y departamentos, tendría que comenzar por dar ejemplo. Y por último, si la economía crece más del 4 por ciento y por ende la Nación recibe mayores impuestos, compartiría con los gobiernos regionales los recursos adicionales.



La pelea

Una reforma así, avalada por los representantes de las regiones, no tendría porqué generar tantas protestas y manifestaciones como las que protagonizan por estos días los sindicatos de la educación y la salud. Lo que ocurre es que el acto legislativo va más allá del objetivo inicial de reducir el déficit fiscal. La verdadera manzana de la discordia no es el monto de las transferencias sino la forma como se van a gastar.

En efecto, para reglamentar la reforma una vez esté aprobada, será necesario cambiar la Ley 60, que regula el reparto de los recursos entre sectores —educación, salud y otros— y entre regiones. “De manera que lo que afecta a Fecode no es el acto legislativo en sí, sino lo que viene después”, explica el ministro de Hacienda, Juan Manuel Santos. “Son unos cambios que le darán a los municipios más control sobre la educación y esto les quita poder a los sindicatos”, añade.

Por ejemplo, hoy en día un sindicato como Fecode puede negociar aumentos salariales con el gobierno nacional, y aunque los alcaldes son los que giran la nómina no tienen voz al respecto. Muchas veces tampoco tienen la facultad de nombrar o trasladar a los maestros.

En la actualidad la Constitución estipula qué porcentajes de las transferencias se deben asignar a educación y salud. Y esto se reglamenta mediante una Ley 60 que, en opinión de los expertos, es confusa e inconsistente ya que no delimita con claridad cuáles son las competencias y responsabilidades de alcaldes, gobernadores y gobierno nacional. Todo esto ha desembocado en una descentralización caótica en la que las crecientes inversiones en educación y salud que ha hecho el país en los últimos años no han llevado a aumentos proporcionales en la calidad o cobertura de los servicios.

Frente a esto, lo que hace el acto legislativo que actualmente cursa en el Congreso es simplemente enunciar los criterios con que se repartirán los dineros de las transferencias. La idea es que los porcentajes específicos para educación, salud y otras inversiones sociales, se fijen por ley.

La principal ventaja que esto trae es la flexibilidad. El día que se requiera invertir más en una cosa y menos en otra, no será necesario modificar la Carta Magna. Más aún, no todas las regiones tienen las mismas prioridades y en este sentido es beneficioso que los gobiernos regionales tengan mayor autonomía para decidir en qué gastan.

Todo esto suena muy bien en teoría, pero en la práctica tiene sus inconvenientes. Hay quienes opinan que, dado el contexto político del país, es preferible dejar los gastos amarrados por Constitución. El argumento es que, de no ser así, se corre el riesgo de que los mandatarios locales, siempre inclinados a gastar en obras visibles, se gasten la plata en otras cosas y olviden la educación y la salud. “Si no se asegura esto desde la Constitución, veo muy difícil que después los porcentajes para inversión social se puedan incluir en la ley y se cumplan a nivel local”, dice Luis Fernando Velasco, representante a la Cámara que ha sido ponente del acto legislativo.

En el fondo de esta discusión está el debate sobre la descentralización. Se trata de un proceso gradual, en el que hay que aprender de la experiencia de los últimos 10 años. Hasta ahora, lo que hay en Colombia es una descentralización a medias que hace falta perfeccionar.

Todo esto saldrá a flote con la aprobación de la reforma a las transferencias. Los sindicatos de la educación y la salud se oponen con virulencia a que se cambie el statu quo. Es explicable ya que existe garantía de recursos para sus sectores y además los favorece el río revuelto de la Ley 60. El gobierno nacional y los mandatarios locales, en cambio, ven en la reforma una oportunidad doble. Contribuir al ajuste fiscal y de paso poner en orden la descentralización