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Lula, el ortodoxo

El presidente de Brasil está tomando el tipo de medidas económicas que Wall Street aplaude y que atormentan a los sindicatos.

16 de febrero de 2003

"Lula va a ser un modelo para muchos países. El nuevo gobierno brasileño está dando los pasos positivos hacia un sistema financiero sólido y rentable, que da confianza a los mercados". De esta forma, el pasado 29 de enero en Madrid, en la presentación de los resultados del Banco Santander Central Hispano, su presidente, Emilio Botín, se deshacía en elogios hacia el jefe de Estado brasileño.

Un comentario de este estilo sobre Lula por parte de un banquero internacional era impensable hace unos meses. Durante la campaña electoral Da Silva había sido el 'coco' de los mercados financieros de América Latina. Sus planteamientos sobre política económica hacían presagiar un gobierno gastador, despreocupado por la disciplina fiscal, que se vería en dificultades para pagar su enorme deuda. Pero ahora, casi dos meses después de que Luiz Inacio Lula da Silva asumiera la presidencia de Brasil, los mercados financieros están recuperando la confianza en su economía.

Hace unos años Lula pedía suspender los pagos de la deuda externa y no negociar con el Fondo Monetario Internacional (FMI). En la última campaña electoral, sin embargo, Da Silva había prometido pagar la deuda externa, aunque no todo el mundo le creía. También había avalado a regañadientes el acuerdo que negoció su antecesor Fernando Henrique Cardoso con el FMI en agosto del año pasado. Ahora que es presidente Lula está respaldando esas promesas con acciones que van incluso más allá de lo pactado inicialmente con el organismo.

Las recetas

En el foro de Davos, hace 20 días, Da Silva reiteró el compromiso de sanear las arcas públicas siguiendo el inapelable camino (intereses altos y superávit presupuestario) que traza el FMI, de reformar profundamente su sector público (que es la cantera de tantos corruptos) y de abrir su economía al exterior.

'El giro a la derecha' de Lula obedece a la imperiosa necesidad de controlar la fuerte carga de deuda que agobia a su país. Mientras que en 1997 la deuda pública brasileña (interna y externa) era inferior al 35 por ciento del PIB, al terminar 2002 era del 56 por ciento. Debido a que gran parte de las obligaciones están atadas al dólar, el monto de la deuda se disparó el año pasado por la depreciación de un 35 por ciento del real frente a la moneda estadounidense.

El FMI calcula que si Brasil logra un crecimiento económico de 3,5 por ciento anual y mantiene un superávit fiscal, antes del pago de intereses, de 3,75 por ciento del PIB, se despejarían las dudas sobre su capacidad de pagar la deuda. Bajo estas condiciones el organismo multilateral le prestó al gobierno brasileño 30.700 millones de dólares en agosto del año pasado, de los cuales 6.100 millones ya fueron desembolsados y los 24.600 restantes serán liberados siempre y cuando Lula cumpla con las metas pactadas.

La meta del superávit exigía que el sector público brasileño, incluyendo gobiernos regionales y municipales, cerrara el año 2003 con un saldo positivo en sus finanzas de 14.000 millones de dólares, equivalentes al 3,75 por ciento del PIB. Pero Lula fue más ambicioso y el pasado lunes amplió la meta al 4,25 por ciento, el nivel más elevado de toda la historia del país. Esto significa un recorte del presupuesto adicional de 3.900 millones de dólares.

El segundo pilar del acuerdo con el FMI es el control de la inflación, que para 2003 no debe exceder el 8,5 por ciento. Con esa idea en mente, el nuevo presidente del Banco Central que nombró Lula, Henrique Meirelles, elevó las tasas de interés a 25,5 por ciento el pasado mes de enero. Para tener una idea de lo que esto significa se puede comparar con Colombia, donde la meta de inflación está en 7,4 por ciento, y las tasas de referencia del Emisor están entre 6 y 10 por ciento.

"La subida de las tasas en Brasil es oportuna y justificada, y muestra la seriedad con la que el gobierno está dispuesto a combatir la inflación", dice el director de mercados emergentes del ABN Amro en Nueva York, Arturo Porzecanski. No obstante, pese a los buenos propósitos del gobierno brasileño, algunos piensan que la meta del 8,5 por ciento no es viable. "Nuestros pronósticos arrojan una inflación de por lo menos 12 por ciento para 2003", afirma Rodrigo Azevedo, analista para Brasil del Credit Suisse First Boston (Csfb).

En todo caso, los anuncios han sido acogidos positivamente por los mercados. La prima de riesgo que paga el gobierno brasileño por su deuda externa ha caído estrepitosamente, situándose en 13,1 por ciento la semana pasada, tras haber alcanzado 25 por ciento hace cuatro meses, cuando los temores de los inversionistas alcanzaron su punto más alto. También han servido para impulsar las acciones, los bonos y la moneda de su país (el real). "Todos en Wall Street estamos felices con las decisiones económicas que está tomando Da Silva", dice el analista de la firma Idea Global en Nueva York, Ricardo Amoreim.

Pero los puntos más importantes del plan económico del gobierno tendrán que pasar por el Legislativo. Dos grandes retos enfrenta Lula en este campo: uno, conseguir el apoyo del Congreso para darle autonomía al Banco Central y dos, sacar adelante una serie de reformas estructurales -pensional, tributaria y laboral- que aseguren la sostenibilidad macroeconómica del Estado brasileño en el largo plazo. Ahí es donde aparecerán los mayores problemas, por el malestar creciente de los sectores más radicales del Partido de los Trabajadores, al que pertenece Lula, por el corte ortodoxo de sus políticas. El último recorte presupuestal ya causó una fuerte división dentro del partido. "Fuimos elegidos para darle al pueblo lo que necesita y no para quitar recursos del presupuesto", dijo a la prensa el diputado brasileño por el PT, Ivan Valente.

Lula seguramente intentará explicar que no hay ninguna contradicción -y mucho menos una traición- en sus medidas, pues se trata de abrir el espacio presupuestal para cumplir su principal promesa, que es combatir el hambre y aliviar la pobreza. Como la plata no cae del cielo, la única alternativa es recortar gastos innecesarios, reducir beneficios pensionales injustificados, o subir los impuestos, precisamente para cumplir los objetivos sociales. Más allá de los discursos ideológicos, que tanto apasionan, esta es una realidad práctica que sólo entienden los mandatarios de turno, que son los que tienen que girar los cheques. Aquellos presidentes que pueden se endeudan y le dejan la cuenta al siguiente. Pero Lula no tiene esa opción (como no la tiene tampoco Alvaro Uribe). Ya nadie se quiere arriesgar a prestarles plata, a no ser que se aprieten dramáticamente el cinturón.