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Erick Behar

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La palabra que no aplicamos

Queremos confiar en las instituciones públicas, pero en las compras descaradas y los trámites nos damos cuenta de que es un campo de batalla en donde pareciera que alguien se siente satisfecho por bloquearnos el camino.

6 de noviembre de 2022

‘Es difícil encontrar alguien de confianza’. ¿Cada cuánto decimos esto? En las sociedades latinoamericanas, si hay algo cierto es lo incierta que termina siendo la interacción con los demás. Las consecuencias no se hacen esperar: un costoso círculo vicioso de incertidumbre y algo más de desconfianza en el día a día. Veamos esta historia real que se repite con generosidad.

A Julián nunca se le olvidará un episodio de su vida de emprendedor. En ese día soleado envío juiciosamente una caja con sus velas aromatizadas a doña Marta, una señora que figuraba como una enérgica empresaria de eventos. Un encanto en el teléfono. Un carisma en su escribir. Un arranque total en esas fotos de Instagram. Luego de verificar el RUT y la cédula, le envió todo bien cerradito con la respectiva factura. De repente, como una bofetada que él aún siente, Martica desapareció. El valor de la mercancía era muy bajo para una querella, y no había con quién pelear por lo legal, pues sucede que la cédula no era de ella. De hecho, nunca supo si en realidad se llamaba Martica.

Todos esos costos se absorben en una sociedad desconfiada. Vienen y van requerimientos, huellas, referencias, y en algunos casos interesantes, hay empresas desesperadas que inclusive van y hacen visita domiciliaria a ver si el candidato al nuevo cargo sí es lo que dice su hoja de vida. No los culpemos, porque en Colombia hace falta aplicar un poderoso concepto que difícilmente se puede traducir con justicia: reliability (pronunciada rel-lai-a-bi-lity). Puede ser algo así como la mezcla entre (con)fiabilidad y confianza. Pero, como lo escribió F. Hall en 1877, la palabra reliable “expresa aquello que ninguna otra puede expresar. Trae un significando de ocurrencia constante”. Lo más cercano puede ser la fiabilidad, pero de eso también hay poco en nuestra cultura transaccional. Lo mejor es curarse en salud. Lo mejor es no dar papaya.

Pensemos en el extraño concepto de “reconfirmar” una cita. Lo normal es acordar, por ejemplo, un café en una semana y, el día antes, reconfirmar. En una comida reciente con profesores de otros países, llegamos a conversar sobre la reconfirmación. Una opinión de un colega asiático quedó en mi mente. “Si tienes que reconfirmar, es un insulto, porque significa que no confías en mi”. Resultó difícil decir que, en ese escenario, ni en mí mismo confiaría, pues es costumbre, pero su intuición tiene algo valioso.

En nuestra sociedad es más difícil planear, organizar y generar orden, tema esencial inclusive en un mundo incierto. No podemos entrar a un restaurante pensando que quizá habrá veneno en el plato y por ello antes, por si las moscas, le hacemos unas pruebas químicas. Los costos transaccionales explotan y nuestra interacción se esfuma. Solo piensen en esa persona que les dijo, “yo te pago”, que hoy brilla por su ausencia. Irónicamente, cuando le preguntaron al fundador de Wal-Mart, Sam Walton, qué había hecho para sacar adelante su emporio, él habló de la importancia de confiar.

Queremos confiar en las instituciones públicas, pero en las compras descaradas (e.g. Emcali) y los trámites nos damos cuenta de que es un campo de batalla en donde pareciera que alguien se siente satisfecho por bloquearnos el camino (miren tan solo el apoteósico absurdo del pago de la matrícula mercantil). Bien decía Richard Cantillon que el empresario vive en la ambigüedad, pone el capital para tener una rentabilidad incierta, y por ello se justifica que gane algo. Esto le cae al Estado como anillo al dedo, pues hace de la incertidumbre del ciudadano de a pie la certeza de su propia captura de rentas. El tramitador surge como la respuesta imbuida de desespero y corrupción normalizada. Pero ni las instituciones privadas respetan.

Hace poco, un colombiano transfirió casi 4000 euros de su cuenta europea a su cuenta colombiana. La historia se hizo viral, pero no pasó mucho más. Un banco de casita roja decidió convertir el euro al dólar a 0.61, no a una tasa apenas parecida a la TRM, y luego le convirtió mágicamente esos 4000 euros en 2400 dólares, es decir que, comparado con los promedios del mercado, se quedaron con una jugosa y muy legal comisión que ronda los 7 millones de pesos. Legal, pero no ético, y es que ahí confluye la sociedad de la incertidumbre extrema, esa que se aleja de la reliability. Complicado es confiar en el gobierno, en los bancos, en el que nos hace luces en el carro, no para dejarnos pasar, sino para sacarnos del camino.

Pensemos en dos consecuencias. Una es económica y la otra es cultural. Nos toca gastar mucho en reducir la incertidumbre un poco. Mejor evito la bicicleta porque ya me la robaron hace un mes, dice la vendedora. Mejor pago seguridad para evitar más debacles, dice el administrador. Mejor no invertir en Colombia porque me cambian las reglas, dice el inversionista. Mejor busco alguien que me asesore, dice el campesino. En el plano cultural vamos absorbiendo estos comportamientos hasta que los consideramos propios de nuestro devenir histórico. Es que así somos; es lo que hay. Esto significa que hay un reto enorme y quizá algo de esperanza.

En este escrito no busco que todos nos tomemos de la mano (desconfiados, eso sí) y nos echemos a la pena, sino que reflexionemos desde nuestro propio rol, cualquiera que sea. ¿Somos fiables en eso que prometemos? Si decimos que enviamos algo en dos días, ¿lo hacemos? Fíjense en el ejemplo tan espantoso que tiene el país en sus líderes. En el actual gobierno circense de la improvisación llegan tarde, dicen una cosa, luego la reversan, luego aparecen con grandes sorpresas (un ligero 40 % de aranceles) y minan el futuro con lo que el economista inglés George Shackle llamó “sorpresa potencial”, volviendo un poco más miserable a la población que confió en ellos y aún goza del estupor y de la alucinación que producen los grandes principios nunca materializados.

En esos personajes no podemos inspirarnos, pues viven de la adicción al ego político hecho narrativa. Podemos inspirarnos en la sencillez de quedar con lo que prometemos en nuestras propias interacciones. Desde las mismas empresas, universidades y por supuesto, familias, se puede trabajar en honrar los compromisos que tenemos, así haya obstáculos y gente que practica la zancadilla como ritual mañanero. Quizá algún día podamos gastar menos en el desorden que trae la falta de fiabilidad.

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