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Camilo Cuervo (Foto para columna)

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Lastimosamente ¡algunas veces sí somos un país de cafres!

Nací en una familia orgullosamente santafereña en la cual ser hincha de Millonarios era casi un pecado, crecí santafereño y, cuando pude decidir, opté por hacerle fuerza a Nacional, porque al final de mi infancia era el único equipo en Colombia que había ganado la Copa Libertadores, era la base de la Selección y el onceno de los “puros criollos”.

6 de agosto de 2021

Por esa particular historia familiar y por mi decisión consciente de “cambiarme de camiseta”, soy hincha de dos equipos y sufro y gozo con las victorias y la derrotas de uno y de otro. Siempre que juega Santa Fe contra Nacional, divido el corazón y creo que el mejor resultado es un justo empate para no sentirme mal haciéndole fuerza a las dos escuadras.

El martes -con algo de inocencia- incluso consideré seriamente la posibilidad de asistir al estadio El Campín y sentarme tranquilo a ver un buen partido de futbol, porque entre esos dos equipos los juegos son un capítulo aparte que no considera posición en la tabla, abolengos o estrellas. Es un partido a “muerte”, como casi todos los que juega Nacional, porque todos quieren derrotarlo y siempre será un “honor” ganarle al “Rey de Copas”.

Para mi pesar, esta semana evidencié algo inverosímil: En un mismo partido, sin importar el resultado, mis dos equipos del alma, en especial sus “barristas”, perdieron mucho y perdieron para siempre. ¡Se trasgredieron todos los límites!

Por cosas de la vida prendí el televisor justo cuando empezó una dantesca reyerta en la cual un hincha de Nacional literalmente trató de aplastarle la cabeza a un barrista de Santa Fe que yacía en el piso indefenso. No existe nada, absolutamente nada, que justifique esa o cualquier otra agresión, menos por un partido de futbol.

Luego, como si estuviéramos en una película épica de ciencia ficción, una tribuna completa de Santa Fe corrió por el bello césped del Campín para atacar -emulando las batallas de Mel Gibson en Corazón Valiente-, a otra tribuna de Nacional; la cual, a su vez, se apertrechó con las vallas publicitarias para usarlas como escudos y literalmente “contraatacar”.

Además de increíble, el espectáculo fue irracional y muy lamentable, en especial, porque los protagonistas de esos hechos, en su inmensa mayoría, son jóvenes que han crecido en un mundo imaginario en el que una camiseta vale más que una vida.

Pareciera que toda una generación estuviera “entrenándose” para la confrontación. Esas barras, al igual que las llamadas “primeras líneas”, viven de lo mismo y manejan la misma lógica. Subsisten porque algunos, con intereses mezquinos, convencen a unos pocos de degradarse como humanos, para convertirse en presuntos “guerreros” y destruir al otro, sin razón aparente. Los convierten en “indignados” permanentes y al final de todo, solo queda muerte, destrucción y caos.

Acercándose mucho a organizaciones criminales, algunos adultos “progresistas”, en presunta defensa de los “menos favorecidos”, se dedican a incentivar tanto a barristas como a protestantes, para radicalizarse. Los equipan, los entrenan y alimentan el odio sin sentido para aprovechar cualquier oportunidad para dejar que sus esbirros útiles estallen y ataquen como animales de presa.

Estamos creando una generación de “cafres” que sienten que todo es válido y que solo ellos tienen derechos, pero que todos los demás, frente a ellos, solo tienen obligaciones. Se creen merecedores de todo, pero no son responsables de nada.

Según ellos, la “sociedad” y el Estado, les tiene que “resarcir” el daño que les han causado, no obstante, no tienen claro cuál es el perjuicio al que han sido sometidos. Los han convencido convenientemente de combatir a todos y contra todo, como única opción de vida. Son inconformes profesionales. Triste, muy triste, pero cierto.

Dario Echandía alguna vez sentenció que éramos un país de cafres y al cuestionarlo por la rudeza de su veredicto premonitorio, solía decir, con ironía, que sentía “vergüenza con los cafres” al compararlos con los colombianos. Todos hemos pensado que el político tolimense exageraba, pero en noches como la del martes, empezamos a pensar que no tanto.

Sigo confiando en que la gente con valores y principios, que cree profundamente en la libertad y el orden, es mucha más; sin embargo, debemos reconocer que los desadaptados cada día son más “normales”, la sociedad se está acostumbrando a eso y los actos vandálicos y violentos ya hacen parte de nuestra cotidianidad.

Esperemos que las sanciones y las “fuertes medidas” que han anunciado las autoridades distritales y la Dimayor, esta vez sirvan para algo. La verdad soy bastante escéptico, pero no podemos perder la esperanza de poder superar este “bache social” en el que nos hemos metido y que ahora ha regresado a los estadios.

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