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Camilo Cuervo (Foto para columna)

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Señores jueces: salven ustedes la Patria

La Corte Constitucional y el Consejo de Estado son los llamados a no dejarse tentar ni amilanar por el poder. Hoy deben propender por defender las instituciones y los valores que nos costaron décadas de trabajo.

25 de febrero de 2023

El Gobierno del “cambio” se encuentra desbocado. Hoy es claro que las transformaciones propuestas representan, en la realidad pragmática, la destrucción de muchas de nuestras instituciones, de nuestro sistema económico y una reformulación de los valores sociales.

Una peligrosa mezcla de fanatismo político y de revanchismo de clases está inspirando los proyectos de cambio, los discursos y el accionar de los funcionarios del actual Gobierno. Es cierto que se requieren cambios, que la sociedad demanda esas transiciones, pero también es incuestionable que la mayoría de los colombianos votaron pensando en un cambio, pero no en una “refundación” ideologizada y sectaria, en la que solo caben las ideas del progresismo.

Este país, nos guste o no, se ha construido con mucho esfuerzo y dolor; somos una nación a pesar de nosotros mismos. En Colombia nada es fácil, pero hasta hace poco éramos un país viable y que atraía las miradas positivas del resto del mundo y de los empresarios. A pesar del narcotráfico, la corrupción y la violencia, éramos un buen vividero y varios de nuestros valores nacionales eran admirados por propios y extraños.

Ese país, el que sufrió la violencia más extrema, hace 30 años tomó la decisión de cambiar, de volver a barajar y de construir un futuro en donde todos, absolutamente todos, cabíamos. Ese propósito se alcanzó con la Constitución de 1991 donde a pesar de las diferencias y de la presión de las balas y de las bombas, se logró reformular un país que se preocupa por lo social, que nos fijó una ruta clara hacia el desarrollo y que decidió transformar el país desde lo constitucional.

A pesar de la verdad a medias y del discurso fatalista del actual Gobierno que nos muestra como una Colombia apocalíptica, es incontrovertible que tenemos un país mucho mejor de aquel que teníamos a finales de los años 80. Instituciones como la Corte Constitucional han efectivizado los derechos y fortalecido el Estado, a tal punto, que lo que antes era una aspiración, las nuevas generaciones lo asumen como propio, indestructible y necesario. No somos conscientes que construir eso que hoy no se cuestiona, costó trabajo, sangre y el esfuerzo ingente de muchos colombianos.

Pues bien, esos avances, esos que asumimos obvios, hoy están en serio riesgo de desaparecer. Convencidos de la necesidad de un cambio, no hemos entendido que estamos renunciando a muchas cosas, casi a todas, no solo a las que consideramos negativas.

Ante la amenaza incuestionable que representan las propuestas del Gobierno, solo nos queda un camino: confiar en que nuestra estructura judicial y constitucional es lo suficientemente fuerte como para resistir los duros embates que se avecinan. Hoy, como nunca, el futuro de Colombia está en manos de los jueces. Hoy el sistema de pesos y contra pesos que tanto costó construir deben funcionar.

La Corte Constitucional y el Consejo de Estado son los llamados a no dejarse tentar ni amilanar por el poder. Hoy deben propender por defender las instituciones y los valores que nos costaron décadas de trabajo.

Muchas de las propuestas del actual Gobierno, más que “inconstitucionales”, atentan contra la Constitución misma, contra nuestros valores democráticos, contra cosas tan esenciales, tan básicas, como la libertad de empresa, la iniciativa privada, la propiedad privada y el derecho a pensar y actuar distinto. Esos valores, los básicos, los que todos los colombianos aceptamos hace 30 años, no pueden desaparecer para sucumbir a los caprichos del gobernante de turno.

Este es un llamado a nuestros jueces, a que demuestren que, por encima de cualquier ideología y fanatismo, está la democracia y la libertad. Defender nuestra Constitución y frenar la destrucción institucional no solo es conveniente; para los jueces, es un mandato irrenunciable. Si los jueces sucumben, todo estará perdido.

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